La batalla de Pichincha: Epopeya sudamericana. Jorge Núñez Sánchez

Triunfo del Ejército Libertador de Nuestra América

Vista de la ciudad de Quito desde las alturas de Pichinca. Foto: Carolina Crisorio.

El 24 de mayo de 1822, en la batalla de Pichincha culminó el esfuerzo de liberación del antiguo país de Quito, que comenzara en 1809 y concluyera en 1822. Esa batalla, que tuvo como escenario las faldas del gran macizo de los Pichinchas, puso fin a la dominación española en el actual Ecuador y nos abrió paso a la vida republicana.

Hoy, casi dos siglos después, podemos discutir acerca de las limitaciones y contradicciones que tuvo el proceso independentista, pero ello jamás puede oscurecer la trascendencia de esa lucha de liberación nacional,  proceso por el cual nuestra América se puso a la cabeza de las luchas contra el colonialismo en el mundo entero.

Mucho se ha escrito sobre la batalla de Pichincha, casi siempre entre la exaltación y la hipérbole. El fulgor de ese durísimo combate pareciera relucir todavía, entre  el ruido de explosiones, toques de corneta, gritos de rabia, quejas de heridos y proclamas de victoria. Y parece sentirse todavía el temblor anímico de la ciudad entera, que, con el alma en suspenso, presenciaba desde los balcones, calles y plazas los movimientos de la lucha que se desarrollaba allá arriba, en las laderas agrestes del volcán, y en la que se jugaba su destino.

El enfrentamiento fue durísimo y exigió de ambos bandos un esfuerzo casi sobrehumano. El aire enrarecido y la elevada altitud de la zona, ubicada a más de tres mil metros, sofocaban la respiración de muchos combatientes, como los guayaquileños y peruanos, que venían de las tierras bajas de la Costa y se hallaban afectados por la dura marcha de la madrugada. A su vez, el abrupto escenario geográfico, constituido por una ladera empinada y cortada por profundos barrancos, impedía el uso de la caballería y aun limitaba el de la artillería, por lo que el combate se inició con armas de fuego y concluyó a la bayoneta calada, con los realistas trepando hacia la montaña y los patriotas atacando desde arriba. Luego de avances y retrocesos, los realistas parecían ya cerca de la victoria, pero la entrada en combate del batallón “Albión” y del batallón colombiano “Alto Magdalena” inclinaron el triunfo a favor de las fuerzas nacionales.

Las cifras de las bajas habidas aquel día muestran con brutal elocuencia la dureza de esa batalla: 400 muertos y 190 heridos en las filas realistas; 200 muertos y 140 heridos en las filas nacionales. Además, los vencedores capturaron alrededor de 1.200 prisioneros, entre soldados y oficiales, más 14 piezas de artillerías y muchas cajas de guerra. Al firmarse la capitulación del día siguiente, Sucre, con gran caballerosidad, garantizó la libertad y seguridad personal de los vencidos y el retorno a España de los jefes y oficiales españoles, cuyo pasaje sería pagado por la República.

Pichincha fue también el escenario de sacrificio y gloria de Abdón Calderón. Ese niño heroico, a sus ocho años de edad había sufrido la muerte de su padre, el coronel Francisco Calderón, fusilado por los españoles en diciembre de 1812, tras ser derrotado en la batalla de Ibarra, con la que se cerró nuestra primera campaña de independencia. Ocho años después, apenas se produjo la independencia de Guayaquil y la Junta de Gobierno del puerto empezó la formación de la “División Protectora de Quito”,  Abdón, de apenas dieciséis años, se enroló en las fuerzas de la libertad y con ellas marchó hacia la Sierra, habiendo combatido “con valor heroico” en Camino Real,  según lo informó el jefe patriota coronel Luis Urdaneta.

Más tarde, Calderón participó en el combate de Tanizahua, donde los patriotas fueron emboscados, siendo uno de los pocos que lograron ponerse a salvo. Después combatió a órdenes de Sucre y compartió triunfos y derrotas, hasta llegar finalmente a Pichincha, como abanderado del batallón nacional “Yaguachi”. Herido una y otra vez, siguió arengando a sus compañeros para la victoria, hasta que fue retirado del campo y trasladado al hospital de Quito. Para entonces, este héroe aún no había cumplido los dieciocho años.

El general Sucre escribió en su parte de batalla: “Hago una particular memoria de la conducta del teniente Calderón, que habiendo recibido sucesivamente cuatro heridas, no quiso retirarse del combate. Probablemente morirá, pero el Gobierno de la República sabrá compensar a la familia los servicios de este oficial heroico”.  Calderón murió, en efecto, a consecuencia de sus heridas, y fue consagrado por Bolívar como uno de los grandes héroes de la independencia.

Por todo esto, Pichincha fue un timbre de orgullo para Sucre, el gran estratega  que dirigía ese variopinto ejército de guayaquileños, cuencanos, quiteños, colombianos, peruanos, altoperuanos, argentinos, paraguayos y británicos. Pero lo fue también para la Junta de Gobierno de Guayaquil, bajo cuya dirección y con cuyo esfuerzo político y económico se había formado esa combativa fuerza de nacionales y extranjeros, que triunfó en Pichincha y consagró nuestra independencia.

La enhiesta figura de Sucre, el notable estratega de nuestra independencia, no puede hacernos olvidar que fueron Guayaquil y los guayaquileños quienes llevaron el peso fundamental de esa segunda campaña por la libertad, así como Quito y los quiteños cargaron con el peso de la primera. Costeños fueron, en su mayoría, los héroes y mártires de Camino Real, Tanizahua y los dos Huachis. Y de Guayaquil, Guaranda, Cuenca, Loja y el resto del país quiteño vinieron muchos de los soldados del Ejército Unido que triunfó en Pichincha.

Por eso, es justo afirmar que Pichincha fue el triunfo de nuestra voluntad nacional por la independencia, pero fue también la primera batalla conjunta de los pueblos de Sudamérica por su libertad. Y a este propósito, cabe destacar los nombres de algunos personajes y actores colectivos de ese combate por la libertad.

Contradicciones limítrofes, por suerte ya superadas, determinaron que por largo tiempo permaneciera un tanto en el olvido la participación de la División Peruana en la campaña final de nuestra independencia. Hoy, cuando la paz ha vuelto a esparcir su luz entre Ecuador y Perú, y nuestros pueblos se empeñan en un paralelo combate contra la pobreza y la inequidad social, hay que recordar adecuadamente esa contribución libertaria del país del Sur, que nosotros pagamos luego con una masiva presencia de combatientes del actual Ecuador en la campaña de independencia del Perú.

La División Peruana estaba integrada por los batallones Piura y Trujillo, un escuadrón argentino del Regimiento de Granaderos a Caballo, formado por San Martín para el cruce de los Andes y la liberación de Chile, dos escuadrones peruanos de Cazadores Montados y una batería de artillería. El conjunto era comandado por el coronel altoperuano Andrés Santa Cruz, futuro mariscal del Perú y Presidente de la Confederación Peruano-Boliviana.

Integraban su Estado Mayor el comandante Félix Olazábal, jefe del Trujillo; el coronel Luis Urdaneta, venezolano al servicio de Guayaquil que actuaba como jefe del Piura; el coronel Antonio Sánchez, que comandaba los dos escuadrones peruanos de caballería, y el teniente coronel Juan Lavalle, que comandaba a los granaderos a caballo argentinos.

Hay que destacar, finalmente, el papel que cumplieron en ese drama histórico algunos combatientes europeos. Entre ellos figuró el coronel Juan MacKintosh, comandante del batallón Albión, integrado por soldados británicos, cuya carga contra el batallón Aragón (formado por veteranos de la guerra contra Napoleón) inclinó la batalla a favor de los patriotas.

Igualmente debemos mencionar al italiano Gaetano Cestari, más conocido por su nombre españolizado de Cayetano Cestaris. Había llegado a Venezuela en 1816, como parte de un grupo de italianos de pensamiento liberal, veteranos de las guerras napoleónicas. Era un gran combatiente, capaz de improvisar acciones militares sobre la marcha y de tomar iniciativas trascendentales. Y llegó a Guayaquil integrando el cuerpo expedicionario colombiano, enviado por Bolívar para apoyar a la Junta de Gobierno del puerto. Mientras Sucre estaba en Loja, recibió de éste la orden de comandar una fuerza de acción rápida, de 120 infantes y 40 jinetes, que debía salir de Babahoyo a Latacunga, para amenazar a Quito, cortar las comunicaciones realistas y evitar que los españoles avanzaran hacia el sur del país.

Cestari cumplió tal cual la orden de Sucre y ello facilitó el avance del ejército libertador hacia Pichincha. Empero, al acercarse a Quito, Sucre se enteró de que el batallón español Cataluña avanzaba desde Pasto con ánimo de reforzar la capital. Ante ello, dispuso que Cestari y su Escuadrón de Dragones de la División Colombiana se situaran en Guayllabamba y frenaran ese avance realista, lo que hicieron lucidamente. Luego regresaron a Quito y en el camino impidieron la fuga de la caballería española hacia Pasto, tras el triunfo de Pichincha. Todo ello determinó que el Libertador, a pedido de Sucre, ascendiera a Cestari al grado de coronel, junto con Juan Macintosh, jefe del batallón Albión.

Similar fue el papel del teniente coronel prusiano Friedrich Rasch, que integraba también las fuerza de la División Colombiana como jefe de un escuadrón de caballería. En el segundo Huachi (septiembre de 1821) se había distinguido, junto con Cestari, al proteger a Sucre en su retirada y evitar su captura por los vencedores españoles. Más tarde, en la campaña final, fue encargado por Sucre de distraer a las fuerzas realistas del coronel Tolrá, para facilitar el avance del ejército patriota hacia Riobamba. En el combate de Tapi, fue uno de los oficiales colombianos que acompañó con sus tropas el ataque de los granaderos argentinos contra la caballería española, a la que derrotaron. Y en Pichincha participó comandando uno de los Escuadrones de Dragones a Caballo.

Para cerrar honrosamente este artículo, queremos mencionar al legendario combatiente argentino teniente coronel Juan Lavalle, jefe del Escuadrón de Granaderos de los Andes. Cuando llegó a nuestro país, enviado por San Martín, era ya un afamado guerrero pese a su juventud, pues había tenido lucidas actuaciones en Chacabuco y Maipú (Chile), así como en Nazca y Pasco (Perú). En Riobamba, fue su audaz iniciativa de atacar a la caballería española lo que decidió el triunfo de Tapi y le ganó la admiración de Sucre, que lo elogió en su informe al Protector del Perú, general José de San Martín, al expresar:

“Lo mandé (a Lavalle) a un reconocimiento a poca distancia del valle y el escuadrón se halló frente a toda la caballería enemiga y su jefe tuvo la elegante osadía de cargarlos y dispersarlos con una intrepidez de la que habrá raros ejemplos. Su comandante ha conducido su cuerpo al combate con una moral heroica y con una serenidad admirable”.

Por fin, aunque su cuerpo no pudo actuar en las breñas del Pichincha, por lo difícil del terreno, sí lo hizo luego de la batalla, persiguiendo y dispersando a la caballería española que se había mantenido en Quito y luego pretendió fugar hacia Pasto.

En Riobamba, las calles Lavalle y Argentinos recuerdan las hazañas de este guerrero admirable y sus combatientes rioplatenses, entre los cuales también se destacaron los capitanes paraguayos Patricio Oviedo y Patricio Maciel, que lucharon en nuestra campaña final de independencia y se destacaron en los combates de Riobamba y Pichicha.