América Latina y la Independencia de Cuba VI. Sergio Guerra Vilaboy

América Latina y la Independencia de Cuba

Sergio Guerra Vilaboy

Difusión del sentimiento proespañol entre los países latinoamericanos


Maria Cristina Esp

Derecha Reina María Cristina de España

Muy diferente fue la actitud de los países latinoamericanos hacia la lucha independentista cubana cuando la guerra se reanudó en 1895, luego de un paréntesis de más de quince años.  La situación de América Latina, en los umbrales del siglo XX, se había modificado sustancialmente, lo que explica la indiferencia glacial de la inmensa mayoría de los gobernantes del hemisferio, plegados a los dictados de las grandes potencias ante el problema de Cuba.  Un factor importante en la nueva posición de los países latinoamericanos era que España había dejado de constituir una amenaza para las jóvenes naciones del Continente –a las que extendió su reconocimiento diplomático–, inclusive iba ganando terreno cierto espíritu panhispanista en reacción a la creciente y brutal expansión de Estados Unidos.  Manifestaciones de este sentimiento pro-español fueron la creación de la Unión Ibero-Americana, la amplia conmemoración hemisférica del cuarto centenario del llamado descubrimiento de América en 1892 y la solicitud formulada por varios gobiernos latinoamericanos (Costa Rica, Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú) a la Reina María Cristina de España para que arbitrara en las disputas fronterizas con sus vecinos. (28)

La significación de este último elemento en la política de los países de América Latina hacia la Revolución de 1895 lo subrayó Arístides Agûero, uno de los representantes diplomáticos de la República Cubana, en carta a Tomás Estrada Palma, en su calidad de Delegado Plenipotenciario en el extranjero de la nación en armas, fechada el 17 de agosto de 1897:

En la región del Pacífico acaba de firmarse un protocolo entre Bolivia y Perú, nombrando a España árbitro en sus diferencias fronterizas, es decir que tenemos a los enemigos de Jueces entre Bolivia y Perú, Colombia y Ecuador, Perú y Ecuador: lo que es lo mismo árbitro del continente sudamericano correspondiente al Pacífico.  Esto destruye mi plan de iniciar el Brasil en acuerdo con Bolivia, Ecuador y Venezuela pues los Ministros de esos países se niegan a dar curso a la negociación por miedo al arbitraje.(29)

En esas condiciones cobraba fuerza, especialmente en el Cono Sur, una corriente de pensamiento conservador y racista influenciada por el idealismo alemán, contrapartida del positivismo que se imponía como ideología dominante en el resto del Continente.  Nutrida con representantes de la oligarquía agro-exportadora y de intelectuales acomodados, esta vertiente proponía un nacionalismo elitista de corte hispanizante, que en muchas ocasiones llegó a exaltar el pasado colonial iberoamericano.  Uno de sus primeros exponentes fue Ernesto Quesada, fundador del revisionismo histórico argentino.(30) quien atacó los planteos panamericanos del Secretario de Estado James G. Blaine desde el prisma del nacionalismo conservador en su artículo «La política americana y las tendencias yanquis», aparecido en la Revista Nacional de Buenos Aires a principios de 1887 donde arguyó:

 

hay diferencia radical de razas: la raza latina hace política por sentimentalismo, se entusiasma y se arrebata por ideas abstractas, y cree en este caso en la magia del americanismo y otras hermosas; la raza anglosajona es más reposada y más práctica, calcula tranquilamente lo que más le conviene. (31)

 

Conceptos muy parecidos vertía el escritor monarquista brasileño Eduardo Prado en su libro «La ilusión americana», publicado en Rio de Janeiro en 1893.  Otro ejemplo en esa dirección, aunque castrado de las connotaciones reaccionarias de los autores antes mencionados, se daría a conocer poco después de terminada la breve Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana de 1898 con el ensayo Ariel (1900) del filósofo uruguayo José Enrique Rodó, quien diferenció el idealismo de raigambre hispana del utilitarismo de Estados Unidos.

Diversos testimonios de los agentes cubanos que por esta época recorrían la América Latina de un extremo al otro, buscando apoyo para la independencia de la isla, refieren la influencia negativa de estas tesis conservadoras y racistas que hacían de España el símbolo del catolicismo y de lo mejor del mundo occidental.  De ahí la queja de Arístides Agüero a Estrada Palma, al enumerar las razones por las cuales la aristocracia chilena se oponía a la labor de los patriotas antillanos en ese país:

 

1. Creen representa España el catolicismo y defiéndenla con calor influenciados por el clero español que aquí es numeroso e influyente, les ha hecho creer que el triángulo de la bandera cubana es de francmasón […]

2. Hay mucho orgullo de clase y sangre, todos quieren ser herederos directos de los héroes iberos de la conquista y edad media: se enorgullecen de la raza, de la Madre Patria, etc.

3. El Ministro español […] los halaga defendiendo su     genealogía española […] (32)

 

Y en carta posterior, del 11 de abril de 1896, Agüero añade:

 

Estas repúblicas tienen todavía gran respeto a la antigua señora y dueña y esto lo disfrazan de dos modos, ya fingiendo un amor a la madre patria por ser tan desgraciada, la misma raza, etc., ya diciendo que no pueden crear a su pais nuevas complicaciones internacionales, etc., etc. (33)

 

Inicios de la expansión imperialista de Estados Unidos

Civil_war USA

El aumento del sentimiento proespañol y antinorteamericano en la América Latina de fines del siglo XIX no sólo tenía que ver con la aparición de estas corrientes hispanòfilas en el Cono Sur y los compromisos políticos y diplomáticos, sino también con la larga historia de agresiones e intervenciones de Estados Unidos.  En particular desde la década del ochenta este pais había iniciado una violenta ofensiva expansionista en este Continente que combinaba los viejos métodos colonialistas con las más modernas formas de penetración del capitalismo.  Ese era el resultado de las favorables condiciones creadas para su vertiginoso desarrollo económico con los arrebatos territoriales a México (1848) y el fin de la Guerra de Secesión (1865).  El interés de la ávida burguesía norteamericana por extender su influencia a la América Latina y el Caribe no sólo tenía relación con su importancia material –fuente de materias primas y mercados–, sino también con el valor estratégico para su formación como gran potencia.  Con esa finalidad, el gobierno de Estados Unidos diseñò la política panamericana y se lanzó a una serie de audaces empresas para abrir los países de este hemisferio a sus capitales y arrancarlos de la órbita inglesa.  La primera de estas tentativas se desarrolló aprovechando la coyuntura de la Guerra del Pacífico (1879-1883) entre Chile, Perú y Bolivia, con el objeto de transformar el territorio peruano –entonces ocupado por el ejército chileno– en una especie de protectorado norteamericano.  Concorde con estos proyectos imperialistas, el Ministro de Estados Unidos en Lima Mr. Christiancy, en carta del 4 de mayo de 1881 a Blaine, Secretario de Estado norteamericano, expresó:

 

Cincuenta mil ciudadanos emprendedores de los Estados Unidos dominarían toda la población y harían del Perú totalmente norteamericano.  Con el Perú, bajo el Gobierno de nuestro pais, dominaríamos a todas las otras repúblicas de Sudamèrica y la Doctrina Monroe llegaría a ser una verdad, se abrirían grandes mercados a nuestros productos y manufacturas y se abriría un ancho campo para nuestro pueblo emprendedor.(34)

 

Casi paralelamente el propio Blaine proponía en 1881, por primera vez, la realización de una conferencia de naciones americanas en Washington, que no se pudo efectuar hasta 1889-1890.  En esa Primera Conferencia Panamericana se reveló en toda su crudeza las verdaderas intenciones de Estados Unidos: alcanzar a toda costa su absoluta supremacía en las esferas políticas y económicas, siguiendo las pautas trazadas por la Doctrina Monroe y las añejas ideas del «destino manifiesto».

Aunque en esta reunión panamericana Estados Unidos no logró todavía imponer su hegemonía debido a la oposición de varios gobiernos latinoamericanos –en particular los del Cono Sur, firmemente atados a los intereses británicos–, la intervención diplomática de Washington en la disputa fronteriza entre Inglaterra y Venezuela terminó con la aceptación de Londrés del predominio norteamericano en la región, a cambio del desconocimiento de las reclamaciones venezolanas en la Guayana.  La tácita aprobación inglesa de la validez de la Doctrina Monroe, desenpolvada por el nuevo Secretario de Estado norteamericano Richard B. Olney en su nota diplomática del 20 de julio de 1895 al Foreign Office –«En la actualidad los Estados Unidos son prácticamente soberanos en este Continente, y su fiat es ley en los asuntos en que intervienen»(35) — demostró a los gobiernos latinoamericanos que estaban desamparados y al arbitrio de las decisiones de una gran potencia emergente, como territorios cada vez más dependientes.  Era sólo el principio de una desenfrenada escalada intervencionista de una nación imperialista que llegaba tarde al reparto del mundo, como se comprobó, antes de su intervención en el conflicto hispano-cubano (1898), con el desembarco de sus fuerzas militares en Panamà (1885), Haití (1888 y 1891), Buenos Aires (1890), Rio de Janeiro (1894), Nicaragua (1894, 1896 y 1898) y Colombia (1895), con el pretexto de restablecer el comercio o proteger a sus legaciones y nacionales amenazados en esos lugares por determinadas turbulencias internas.(36)

La animosidad de los países latinoamericanos con los Estados Unidos alcanzó entonces uno de sus grados más altos en Chile.  En la tierra austral el gobierno aristocrático de Jorge Montt, en el poder tras el violento derrocamiento del Presidente constitucional José Manuel Balmaceda por las fuerzas oligárquicas probritánicas, asumió una actitud muy hostil hacia los Estados Unidos por haber dado cierto apoyo al mandatario depuesto.  A aumentar la tensión entre las dos naciones contribuyó el incidente del Baltimore, el 16 de octubre de 1891 en Valparaiso, donde murieron en una pelea callejera dos marinos norteamericanos y otros varios resultaron heridos.  A pesar de que las amenazas de Washington de tomar represalias no se llevaron a cabo –por las apresuradas concesiones del gobierno de Chile (1892)–, en las altas esferas gubernamentales chilenas quedó un profundo resentimiento antinorteamericano.  Así lo pudo comprobar el representante de Inglaterra en Santiago de Chile en una entrevista con el Presidente Montt:

 

Su Excelencia comentó los discursos en el Senado de los Estados Unidos sobre la Doctrina Monroe los cuales, el dijo, indican claramente la idea de una eventual sujeción de todo el continente americano a los Estados Unidos, y él me aseguró que Chile, Argentina, Brasil y Perú estaban ahora plenamente alertas a la necesidad de resistir cualquier avance aparentemente amistoso del Gobierno de los Estados Unidos.

El Presidente Montt calificó al Gobierno de los Estados Unidos como inescrupuloso y corrompido, y habló con lenguaje tan desusadamente ardiente què por esto me atrevo a informar sobre sus observaciones […] (37)

 

No es de extrañar que los representantes antillanos en los países latinoamericanos tuvieran que luchar contra el enfriamiento de la solidaridad con la isla desde el mismo instante en que se produjo la intervención de Estados Unidos    en el conflicto hispano-cubano, pues como escribiera desde Bogotá Rafael María Merchán «aún deseando la independencia de Cuba, quisieran que España triunfara de los Estados Unidos.»  A una conclusión muy parecida sobre los efectos de la intervención norteamericana de 1898 llegó Esteban Borrero desde San José de Costa Rica, en sendas cartas del 1 y 22 de mayo de ese año, enviadas al Delegado del Gobierno cubano en New York:

 

El gobierno y el pueblo Costarricenses nos son hoy desafectos: recuerdan la aventura de Walker, han resucitado sus odios; y ayudados de su increíble españolismo nos niegan toda simpatía.  El Gobierno, el pueblo costarricense todo, se han pronunciado en el actual conflicto, en favor de España; la prensa se deshace en alabanzas «a la nación hidalga a quien debe esta nación su origen y cultura» y se hacen suscripciones públicas populares en favor de España.  Al mismo tiempo crece el odio hacia los americanos que han sido insultados por la prensa de San José dando origen a más de un choque […]

Los Clubs revolucionarios cubanos en que figuraban costarricenses los han visto desertar, y muchos se han cerrado: «Ahora, dicen, no nos interesa esa causa (la nuestra) porque Cuba va a ser absorbida por los Estados Unidos.»  No sé de donde le vendrá a esta gente ese odio a los americanos del Norte; pero es grande y ciego. (38)

 

NOTAS

(29) Tomado de Correspondencia […], op. cit., t. II, pp. 6-7.  Otra referencia a este asunto hace el propio Agüero en carta a Estrada Palma del 12 de febrero de 1897 cuando cita las palabras del Presidente peruano Nicolás de Piérola: «El Perú no puede –aunque desee– reconocer la beligerancia a los cubanos por que tenemos pendiente de España un arbitraje sumamente interesante para nosotros.  Cierto es que Perú en otro tiempo reconoció no sólo la beligerancia sino la independencia de Cuba, y ordenó a sus representantes diplomáticos protegieran los súbditos isleños; pero entonces había guerra con España, hoy estamos en paz y tenemos cordiales relaciones como es natural entre madre e hija: hoy no es posible herirla ni ofenderla en manera alguna.»  Ibid., t.II, p. 83.  Lo mismo registrò en su correspondencia otro agente cubano, Joaquín Alsina, quien en carta del 10 de diciembre de 1895 cuenta al propio Delegado: «Tengo muy buenas referencias de Costa Rica, aunque su Gobierno se muestra reacio a causa de encontrarse pendientes de resolución las divergencias entre esa República y la de Colombia, por la cuestión de límites, siendo árbitro de estas la Reina Regente de España.»  Ibid., t. II, p. 145.

(38) Véase el análisis de Carlos M. Rama: Nacionalismo e historiografía en América Latina, Madrid, Editorial Tecnos, 1981, pp. 15-16, 25 y 27.

(39) Citado por Manuel Medina Castro, op. cit., p. 653.

(40) Carta del 16 de octubre de 1895 en Correspondencia […], op. cit., t. II, pp. 27-28.  En el mismo sentido dice Julio San Martín desde Guatemala a Joaquín Castillo el 21 de agosto de 1896: «El Gobierno es decididamente amigo de todo lo que sea español, hasta el punto de usar al par que los colores de Guatemala los de España.  Están muy orgullosos de su abolengo godo, que prefieren al indio […] toda tentativa en favor de Cuba es rápida y severamente reprimida, en fin, peor que en México.»  En León Primelles [editor]: La Revolución del 95 según la correspondencia de la Delegación Cubana en Nueva York, La Habana, Editorial Habanera, 1932-1937, t. V, p. 274.  En la posición hispanófila de algunos mandatarios latinoamericanos también influyeron los halagos y homenajes, tal como lo cuenta con fina ironía el representante cubano en la propia Guatemala, José Joaquín Palma, en misiva a Estrada Palma del 19 de marzo de 1898 (Correspondencia […], t. V. p. 7): «Mientras duró la Administración del General Reina Barrios esto era una provincia española, donde los tres o cuatro cubanos que existen aquí, apenas, si podíamos hacer algo por nuestra patria.  El gobierno español emplea hoy con algunos presidentes de las Repúblicas latinas, el mismo procedimiento que empleaban los conquistadores con los indios, para estos cascabeles y abalorios para aquellos, la placa del mérito militar o la gran cruz de Isabel la Católica, con cuales bagatelas se los atraen, los deslumbran y los convierten en instrumentos de viles injusticias.  El pecho de Reina Barrios era un cementerio de cruces españolas.»  Los subrayados son del original.  Una referencia semejante aparece en la carta del agente cubano Enrique Barnet a Estrada Palma, del 9 de enero de 1899, donde alude al primer mandatario de Venezuela General Ignacio Andrade: «España conserva aquí mucho predominio. Adula con condecoraciones y honores al Presidente.»  Ibid., t. V, p. 165.

(41) Tomado de Correspondencia […], op. cit., t. II, p. 39.  También las «relaciones que este pais sostiene comercialmente con España» jugaron su papel, como explica Ramón Valdés García desde Montevideo en carta al Presidente del Comité Revolucionario Cubano en New York del 21 de junio de 1895.  En Primelles, op. cit., t. I, p. 298.

(42) Citado por Hernán Ramírez Necochea: Balmaceda y la contrarrevolución de 1891, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1969, p. 236.

(43) En Medina Castro, op. cit., pp. 513-514.

(44) De la lista de las intervenciones norteamericanas en el extranjero presentada el 17 de septiembre de 1962 por el Secretario de Estado norteamericano Dean Rusk a la sesión conjunta del Comité Senatorial de Relaciones Exteriores y Fuerzas Armadas de Estados Unidos.  En Sergio Guerra Vilaboy y Alberto Prieto, con la colaboración de Ambrosio Fornet: Estados Unidos contra América Latina: dos siglos de agresiones, La Habana, Casa de las Américas, 1978, pp. 42-43.

(45) Informe confidencial del 26 de febrero de 1896 citado por Ramírez Necochea, op. cit., p. 244.  Es revelador relacionar la actitud antinorteamericana del gobierno de Montt con su postura hacia la Revolución Cubana.  Como registra Agüero en su carta a Estrada Palma del 2 de febrero de 1896: «Hoy por hoy nada podemos esperar de Chile, el gobierno actual es dominado por la coalición clerical enemigos francos de Cuba y amigos ardientes de España monárquica.  Además tiene miedo de complicación internacional por la Argentina.»  En Correspondencia […], t. II, p. 35.  Ya en un informe anterior, del 23 de octubre de 1895, al explicar al Delegado el panorama político existente en Chile, Agüero había acotado: «El único elemento que tenemos decidido a nuestro lado es el Balmacedista, los radicales algo, menos los liberales, mucho los demócratas y enemigos los conservadores, clericales y monttvaristas […] [que] son los ricos y aristócratas.»  Ibid., p. 32.  El contraste clasista salta a la vista si añadimos el relato de Nicolás Tanco desde Santiago de Chile a Benjamín Guerra el 11 de junio de 1895: «En pocos días se dará un mitin iniciado espontáneamente por la clase obrera que aquí es muy fuerte, con el objeto de pedirle al Congreso que intermedie conjuntamente con las otras repúblicas en favor de la independencia de Cuba […]»  En Primelles, op. cit., t. I, pp. 178-179.  Por cierto que en la Guerra del 95 participó un joven oficial chileno, Pedro Vargas Sotomayor, que alcanzó el grado de General del Ejército Libertador.  Los datos en González Barrios, op. cit., p. 51-54.

(46) Carta del 11 de junio de 1898 a Estrada Palma, Correspondencia […], op. cit., t. II, p. 144.

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