El proceso de concentración de tierras en Ecuador. Jorge Núñez Sánchez

El despojo agrario

Jorge Núñez Sánchez

9 de septiembre del 2010 El Telégrafo. Primer Diario Público. Ecuador

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Quito. Bicentenario Agosto 2010.
Gentileza de Eduardo A. Fernández

Cada vez que se pone en marcha un proyecto de reforma agraria, la oligarquía y sus voceros se inflaman de furia. Y no es para menos. Unas pocas familias de la oligarquía, que constituyen el 2 por ciento de la población, son dueñas de la mitad de las tierras laborables del país. En el otro extremo están los campesinos, que son el 64 por ciento de los propietarios, pero apenas poseen el 6 por ciento de las tierras agrícolas.

Este escandaloso acaparamiento de tierras es el resultado de quinientos años de despojo sistemático a los campesinos indígenas y mestizos, y también del apoderamiento ilegal de tierras del Estado, otrora llamadas “baldías”, por parte de los terratenientes.

El proceso de despojo y apoderamiento de tierras está en el centro de la historia ecuatoriana y es uno de los ejes que permiten estudiarla. Comenzó cuando los conquistadores españoles, y sus descendientes, despojaron progresivamente a los indios de las tierras bajas de los valles en donde vivían y los empujaron a vivir en las laderas. Hubo casos en que, para facilitar ese despojo, los conquistadores se casaron con princesas indígenas e hijas de caciques. Pero ese apoderamiento asustó a los reyes de España, que dictaron leyes para refrenarlo y garantizar la propiedad de las comunidades indígenas.

En la Costa, los mismos funcionarios españoles se lanzaron en el siglo XVIII a adueñarse de tierras indígenas, en las vegas de los ríos, para sembrar cacao. Los tsáchilas, que vivían en toda la costa húmeda, fueron obligados a replegarse hacia el interior y terminaron encerrados en Santo Domingo, en el piedemonte andino.

El proceso se aceleró cuando los terratenientes criollos, nietos de los conquistadores, fundaron una república hecha a su medida y se lanzaron al despojo de las tierras que aún quedaban en manos de las comunidades indígenas. De la noche a la mañana, surgieron gigantescas haciendas, formadas mediante el despojo y la violencia. Una de ellas fue “La Elvira”, la hacienda del general Juan José Flores, que iba desde los páramos del Chimborazo hasta la actual provincia de Los Ríos. Otra fue “Tenguel”, la hacienda de los Caamaño, que ocupaba gran parte de la cuenca del Guayas.

Ese proceso de acumulación se reflejó también en la política. Flores fue el primer presidente del Ecuador, en 1830, y el tuerto Caamaño lo fue en 1884, siendo sucedido en el cargo por el hijo de Flores, en 1888. Los Flores mandaban en Quito y los Caamaño en Guayaquil. Pero ambas familias, los Flores y los Caamaño, estaban vinculadas por varios matrimonios entre sus hijos, con lo cual esa alianza familiar mandaba en todo el país, en asocio con otras familias terratenientes. Y siguieron mandando hasta 1895, cuando Eloy Alfaro y sus montoneros irrumpieron en la vida nacional y rompieron esa argolla oligárquica.

En el ámbito de la propiedad agraria, la República resultó todavía más injusta que la Colonia. Despojados de sus tierras, indios y mestizos fueron sometidos al peonazgo y al concertaje, mientras el país se llenaba de haciendas y la Iglesia se convertía en el primer terrateniente del Ecuador.

Festejos de Bicentenario. Quito 2008.

El Despojo Agrario II

Jorge Núñez Sánchez
16 de septiembre del 2010 El Telégrafo. Primer Diario Público. Ecuador

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Quito. Bicentenario Agosto 2010.
Gentileza de Eduardo A. Fernández

La Revolución Liberal surgió en el agro costeño, en forma de montoneras, en la segunda mitad del siglo XIX. Y surgió precisamente porque los pequeños propietarios montubios buscaban resistir la expansión territorial de las haciendas del “Gran Cacao”, que se adueñaron primero de las vegas de los ríos y luego fueron avanzando tierra adentro, mediante los mecanismos de “redención de sembríos” y “cercas que caminan”.

El primero consistía en comprar a los campesinos los árboles de cacao que ellos habían sembrado en tierras de desmonte y que se hallaban a punto de producir. De paso, el comprador de los árboles se quedaba con la tierra en que estos se hallaban asentados. Así, comprando una arboleda de cacao por acá y otra por allá, los grandes hacendados terminaban adueñándose de las tierras de toda una región, bajo la tolerancia cómplice de las autoridades. Y esas compras se complementaban con el caminar de las cercas que lideraban las haciendas, que hoy estaban en esta loma y al año siguiente en la loma de más allá.

Esos mecanismos de despojo fueron parte fundamental de la expansión cacaotera, que trajo el segundo auge de este producto en el tercio final del siglo XIX. Pero frente a esa expansión se alzó la resistencia de los pequeños y medianos propietarios montubios, que temían perder sus propiedades, y también la de los peones conciertos de las grandes haciendas, que eran una suerte de esclavos modernos. De ahí salieron las montoneras alfaristas, que estremecieron el campo costeño y fueron reprimidas a sangre y fuego por el ejército que comandaba el general Reinaldo Flores, otro hijo del “fundador”.

Al fin, el triunfo de la Revolución Liberal encumbró a esos “coroneles macheteros”, antiguos jefes montoneros que se convirtieron en generales del nuevo ejército nacional (Manuel Antonio Franco, Flavio Alfaro, Pedro J. Montero, Manuel Serrano) junto a combatientes liberales que venían de luchar en Centroamérica (Eloy Alfaro, Leonidas Plaza, Plutarco Bowen) y militares profesionales adictos al liberalismo (Fco. Hipólito Moncayo, Julio Andrade, Ulpiano Páez, Julio Román). Pero la Revolución también fortaleció el poder de la oligarquía cacaotera y de la bancocracia porteña, estrechamente emparentadas, que frenaron los ímpetus de cambio social y se convirtieron en los principales beneficiarios del nuevo régimen.

Mientras el radical Alfaro denunciaba al Congreso Nacional las brutalidades del concertaje y las terribles condiciones de vida de los campesinos costeños, los diputados liberales se hacían de los oídos sordos y la oligarquía cacaotera vivía a sus anchas en Europa, donde derrochaba dinero a manos llenas.

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Ahí empezó el divorcio entre los radicales de Alfaro y los liberales de la vieja guardia, vinculados a la oligarquía porteña. Un divorcio que llevaría a la persecución de Alfaro en el gobierno de Lizardo García y a la segunda revolución alfarista, en enero de 1906, que dio paso al período más avanzado de esa transformación. Más tarde, esa ruptura provocaría la sangrienta guerra civil de 1911-1912 y luego el asesinato de Alfaro y los líderes radicales.

El Despojo Agrario III

Jorge Núñez Sánchez
El Telégrafo Primer Diario Público
Tomada de la edición impresa del 23 de septiembre del 2010

Inaugurada la época de la “bancocracia”, el despojo agrario se aceleró. Con una voracidad sin límites, la oligarquía del puerto se lanzó sobre las tierras comunales de la península de Santa Elena. Las protestas de los comuneros fueron acalladas por la fuerza o mediante argucias legales. Los oligarcas invasores estimaban que no había razón válida que se opusiera a sus deseos. ¿Que los comuneros tenían cédulas del Rey que les otorgaban esas tierras? Pues una república liberal e independiente no iba a obedecer papeles coloniales. Así que, en su opinión y la de los jueces, ahí no había indios ni comunas, sino cholos de la península y tierras baldías.

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Izquierda: Bicentenario Quito. 2009. Foto: © Carolina Crisorio.

Establecido el marco legal, el despojo tuvo vía libre, y se efectuó mediante compras fraudulentas a los comuneros. Por ejemplo, un señor de Guayaquil, de apellido alemán, se aficionó de unos terrenos áridos del recinto Zapotal, de propiedad de la comunera Isabel Villón, y los compró a precio irrisorio en 1924, porque la vendedora no sabía que bajo esas tierras había yacimientos petroleros.

Esos terrenos y otros de la región, considerados baldíos, eran ambicionados por la empresa norteamericana Internacional Petroleum Company (IPC), que había intentado poseerlos mediante arrendamiento a la Municipalidad de Santa Elena. Para esto, la Municipalidad había solicitado previamente al Congreso Nacional la donación de esos “terrenos baldíos”, que le fue concedida mediante decreto legislativo de 2 de septiembre de 1922.

Para entonces, la legislación ecuatoriana no diferenciaba debidamente los derechos correspondientes a la propiedad del suelo y la propiedad del subsuelo, pese a la disposición contenida en el “Decreto de Minería”, dictado en 1829 por el Libertador Simón Bolívar, que establecía el principio general de que “las minas de cualquier clase corresponden a la república”.

De pronto, alguien del gobierno descubrió el juego de los munícipes con la IPC y decidió anular esa donación, para entregar esas tierras, en arrendamiento, a un testaferro, que era otro guayaquileño de apellido alemán, hermano del comprador de Zapotal. El arrendamiento, efectuado el 12 de junio de 1923, abarcaba un territorio de 5.000 hectáreas de terrenos petrolíferos y no dejaba a favor del Estado otro beneficio que el cobro de mil sucres anuales por derechos superficiarios.

Solo habían pasado quince días, cuando el beneficiario cedió el arrendamiento de esos terrenos a la IPC, mediante escritura pública celebrada ante el escribano Sr. Juan Antonio Moreira, el 27 de junio de 1923. Poco tiempo después, su hermano revendió a la IPC los terrenos que había comprado en Zapotal. De este modo, la IPC terminó convirtiéndose en dueña de una mitad de esos terrenos petrolíferos y arrendataria de otra mitad, y los dos avispados hermanos guayaquileños, junto a sus socios del gobierno, se forraron de dinero.

Pero la historia no terminó ahí. En los años siguientes el asunto se complicó, pues la IPC se negó a pagar al Estado los miserables mil sucres fijados como arrendamiento y el gobierno de la Revolución Juliana tuvo que actuar con energía para cobrarlos.

El Despojo Agrario IV

Jorge Núñez Sánchez. 30 de septiembre del 2010. El Telégrafo Primer Diario Público.

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La época de la bancocracia fue fértil en ardides jurídicos para despojar al Estado de sus tierras y recursos, en beneficio de oligarcas nacionales y/o compañías extranjeras. Uno de esos ardides fue el de “colonización de tierras orientales”, supuestamente con afán de que fueran pobladas por colonos nacionales y extranjeros, que creasen allí una “colonia agrícola”, que se volviera centro de desarrollo económico y social de la región.

Derecha: Pueblos originarios. Bicentenario en Quito 2009. Foto: © Carolina Crisorio.

El nuevo proyecto de despojo consistía en apoderarse de diez mil hectáreas de tierras orientales, de propiedad del Estado y las comunidades indígenas, supuestamente para entregarlas a cincuenta  familias, entre ecuatorianas y colombianas. Para el efecto, el 11 de abril de 1923 se celebró un contrato entre los señores Ricardo y Alfredo Fernández Salvador, que actuaban como empresarios de colonización, y el Estado ecuatoriano, representado por el gobernador de la provincia de Napo–Pastaza, don Emilio Pallares Arteta.

Era un contrato realmente leonino. La cláusula sexta señalaba que, si llegaban menos colonos, los empresarios devolverían las tierras en proporción, y, si aumentaba el número, el Estado les entregaría nuevas tierras. En buen romance, esto significaba que los señores Fernández Salvador podían apoderarse prácticamente de toda la región amazónica del país, si conseguían llevar allá un número suficiente de colonos.

Otra muestra del despojo al Estado radicaba en que los empresarios recibían 200 hectáreas por cada familia de colonos, pero a las que llegaban entregaban  únicamente 11, reservándose para sí las 189 hectáreas restantes.

Para comenzar, el Gobierno entregó a los empresarios, en propiedad, “diez mil hectáreas de terrenos baldíos” en esa provincia, en una zona que se extendía “desde la Quebrada del Gavilán, afluente del alto Amazonas y subafluente del Napo, hasta la de Zatayaen”.

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Festejos del Bicentenario. Quito 2008. Foto © Carolina Crisorio

Lo más curioso de todo era que esas tierras se hallaban cerca del camino que construía la petrolera Leonard Exploration Co. Dicho esto ya podemos suponer cuál era el verdadero motivo de esa supuesta concesión agrícola, que era en verdad una entrega camuflada de tierras ricas en petróleo. Y esto fue comprobado tres años más tarde, el 13 de agosto de 1926, cuando los empresarios Fernández Salvador cedieron sus derechos de propiedad a la empresa extranjera Oriental Development Co., pero no por las diez mil hectáreas que les había concesionado el Estado, sino en una extensión de 21.428 hectáreas. Es más, no hay constancia de que ellos hayan traído los colonos ofrecidos, pero sí de que reclamaban una “concesión ilimitada”, que, según los interesados, les permitía seguir ampliando su posesión.

Dura pelea tuvieron que dar los gobiernos de la Revolución Juliana para frenar los abusos y las ambiciones desaforadas de esos contratistas y sus sucesores gringos, que aspiraban a apoderarse legalmente de todo el Oriente y sus ricos yacimientos petrolíferos.

Lideró esa lucha defensiva de los intereses nacionales el primer Procurador General del Estado, doctor Manuel Cabeza de Vaca, notable jurista y ex rector de la Universidad Central del Ecuador.

Nota:

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