Por Sergio Guerra Vilaboy
La crisis económica de los años treinta, la más grave (hasta ahora) en la historia de América Latina, además de originar espontáneas protestas obreras, levantamientos campesinos y revueltas populares, obligó a los gobiernos, de diferente signo político, a buscar soluciones para salir del atolladero. Los países del continente que tenían una situación más favorable eran los que contaban con cierta industria, que les permitió mejorar el desabastecido mercado interno al aplicar una política económica proteccionista, proclive al capitalismo de Estado.
En estos casos, aumentó la participación gubernamental en la economía y la sociedad, con un mayor control sobre sus recursos naturales y revirtiendo al patrimonio nacional ramas productivas y de servicios básicas, hasta entonces dominadas por el capital extranjero, con las que se organizaron monopolios estatales. En la historia latinoamericana los únicos precedentes estaban en los gobiernos de José Manuel Balmaceda en Chile –al que ya dedicamos una nota de Madre América– Hipólito Irigoyen en Argentina y José Batlle y Ordóñez en Uruguay.
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Para las repúblicas de América Latina que contaban con índices relativamente altos de urbanización y crecimiento industrial, el capitalismo de Estado fue visto como solución a la profunda crisis económica de 1929-1933 y sus secuelas, hasta la Segunda Guerra Mundial. Nos referimos a Brasil, Argentina, México y, en menor medida, Chile, Colombia y mucho más atrás Uruguay. En el resto de los países al sur del río Bravo, dependientes casi por completo de la producción agropecuaria o la minera, la política gubernamental fue muy diferente, pues se encaminó a recuperar los mercados externos perdidos, acentuando el libre comercio y otorgando mayores concesiones al capital foráneo. Se trataba de lo que el malogrado economista mexicano Juan Noyola llamara el “crecimiento hacia afuera”.
En cambio, las naciones de América Latina con mayor desarrollo industrial relativo combatieron los duros efectos del crack bancario de 1929 de otra manera: apostaron por una mayor participación estatal en la economía, lo que el propio Noyola definió como “crecimiento hacia adentro”. Entre las medidas adoptadas por estos países estaban mecanismos inflacionarios, tarifas proteccionistas, estímulos a la inversión nacional, controles cambiarios y devaluación de la moneda, que permitieran equilibrar la balanza comercial y de pagos. Además, impulsaron una mayor intervención estatal en la infraestructura, la esfera productiva y los gastos sociales. El movimiento obrero fue reorganizado por el Estado a través de nuevas estructuras sindicales y se promovió una legislación laboral paternalista que incluía beneficios sociales.
La política de “crecimiento hacia adentro” y de sustitución de importaciones, puesta en práctica en América Latina por algunos gobiernos, benefició a la emergente burguesía industrial y contribuyó a variar la tradicional división internacional del trabajo impuesta a finales del siglo XIX por las grandes potencias imperialistas. En estas repúblicas se ensayaron nuevas formas de participación popular, incorporando a la actividad política sectores tradicionalmente excluidos, a través de mecanismos de movilización controlados por el Estado.
Uno de sus principales peculiaridades fue la movilización popular institucionalizada, con variedad de símbolos, estilos e incluso ideologías, que los sociólogos de la teoría de la dependencia bautizaron de “populistas”. En muchos casos, las reformas se detuvieran en ciertos límites, pues los sectores industriales beneficiados tenían compromisos con la tradicional oligarquía agro-exportadora, de la que en algún modo dependían y/o estaban asociados. Su paradigma fue el régimen de Getulio Vargas en Brasil, que en la segunda mitad de los años treinta implantó un gobierno nacionalista que coqueteó con el fascismo (el Estado Novo) –al que dedicaremos una próxima nota de Madre América-, apoyado tanto por la burguesía industrial como por la oligarquía tradicional. México fue el ejemplo opuesto entre 1934 y 1940, durante la presidencia del General Lázaro Cárdenas, al cumplir los objetivos de la Revolución Mexicana, hasta entonces letra muerta en la Constitución de Querétaro. La política cardenista adoptó una línea abiertamente revolucionaria y popular, al extremo de nacionalizar el petróleo e impulsar una reforma agraria radical.
Fuente: Informe Fracto. www.informefracto.com – 12 de mayo de 2020
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