BREVE HISTORIA DEL BRASIL II. A. Prieto y S. Guerra

Breve Historia del Brasil

Alberto Prieto y Sergio Guerra Vilaboy La Habana, 1991

La colonia

Fragmento de la Carta de Pirí Reis. 1513. Palacio tapakpu Saray, Istambul

El descubrimiento, conquista y colonización de América por los europeos fue un fenómeno de los albores del capitalismo y estuvo propulsado por los intereses de la naciente burguesía comercial de España y Portugal, volcada sobre los pueblos indígenas precolombinos.

Como señalara Marx, la explotación de los yacimientos de oro y plata en el nuevo mundo representó uno de los factores fundamentales en la acumulación originaria del capital y en el extraordinario crecimiento de las fuerzas productivas, que contribuyeron –en aquellas regiones de Europa donde las condiciones internas estaban maduras- al triunfo definitivo de las relaciones de tipo burgués. Pero el capitalismo no pudo imprimir ese carácter a la dominación ibérica de nuestro continente, lo que dio lugar aquí a un orden social basado en la esclavitud y la servidumbre. Cabe añadir que en la formación de la sociedad iberoamericana influyeron, de una u otra manera, dos elementos externos: el tránsito del feudalismo al capitalismo en Europa y la inclusión de la América como zona dependiente del mercado mundial en estructuración.

Ese complejo proceso fue precedido por la creación de dos Estados fuertemente centralizados, en la península ibérica. En ellos los intereses de la endeble burguesía y de los grandes propietarios señoriales estaban subordinados a los de la monarquía absoluta. Pese a la semejanza del sistema socioeconómico existente en España y Portugal –feudal, aunque conciertos rasgos de un capitalismo embrionario- la colonización emprendida por ambas potencias en el hemisferio occidental se distinguió entre sí desde sus mismos comienzos.

Como es sabido, después de los llamados viajes de descubrimiento (1492-1510), Castilla encontró en México y Perú la base de su explotación del nuevo mundo en el oro y la plata, hallado en lugares donde justamente existía una población autóctona susceptible de ser empleada en las minas, mediante la eficaz asociación de la Corona con los propios conquistadores. En cambio, la evolución de la colonia lusitana fue bastante diferente. Tras el efímero ciclo de las maderas tintóreas –que dibujó en el mapa sudamericano al primer Brasil como una estrecha franja costera cubierta de esporádicas factorías franco-portuguesas- surgió la gran plantación esclavista azucarera del noroeste –en lo fundamental gracias a la expoliación de la fuerza de trabajo africana-, que dio lugar a una economía agrícola de exportación constituida por centros aislados unos de otros y vinculados únicamente con el mercado exterior. En ese segundo Brasil se podía observar el predominio de los acaudalados hacendados y dueños de ingenios –que dependían muy poco de la monarquía lisboeta-, a diferencia de lo que ocurrió en el área española, donde desde temprano el poderío real se implantó en toda su extensión, prácticamente después que Carlos V liquidara los privilegios de los ensoberbecidos encomenderos. El fin de esa etapa colonial estuvo ligado a la expulsión de los holandeses y terminó a fines del siglo XVII con una profunda crisis económica sin paralelo en Hispanoamérica.

Al cobrar auge en la siguiente centuria la producción agropecuaria en el vasto imperio español de ultramar  -cuando decaía la minería altoperuano-, el tercer Brasil se caracterizó por el traslado de su zona medular del noroeste al centro-sur,  en virtud de la aparición de un fabuloso centro de oro y diamantes que generó en derredor toda una serie de actividades colaterales. Ese boom trajo aparejado la expansión del poder metropolitano, en detrimento de la tradicional autonomía administrativa y la relativa libertad comercial que hasta entonces disfrutaran los brasileños. Esta fue precisamente la tarea del marqués de Pombal, representante portugués de un “despotismo ilustrado”  muy distinto en cuanto a resultados de su contrapartida hispánica, pues las reformas borbónicas se encaminaron a liberalizar el rígido sistema mercantil y ampliar la administración colonial.

Por último, el XVIII fue también el siglo en que se complicó la sencilla estructura clasista brasileña –compuesta casi exclusivamente por plantadores y esclavos- al dar paso a la hegemonía de los negociantes portugueses. Alterado el equilibrio político del régimen colonial en Brasil, con el desplazamiento de lo que pudiera considerarse una muy balbuceante burguesía criolla, fue inevitable el choque de los intereses nacionales y los metropolitanos que conducirían, en fin de cuentas, a la emancipación.

Descubrimiento de Brasil por los europeos

El primer viaje de los europeos por una parte del litoral de lo que hoy forma el territorio de Brasil lo realizó el famoso armador del puerto de Palos, Vicente Yánez Pinzón. Con una flotilla de cuatro barcos, el navegante español llegó a principios de 1500 al saliente oriental de la América del Sur, procedente de la costa africana. Yánez Pinzón recorrió el litoral brasileño entre la desembocadura del Amazonas y el cabo Sao Roque. El audaz piloto tomó posesión de las tierras “descubiertas”  a nombre de la Corona de Castilla, en un acto que el Tratado de Tordesillas (1494) despojaba de toda significación jurídica, al asignar partes específicas del continente americano a los dos principales reinos católicos de la península ibérica. Poniendo rumbo noroeste, Pinzón arribó  a la misma boca del Amazonas –al que denominó “mar dulce”-, que recorrió ampliamente, entabló relaciones con los aborígenes. Antes de dar por finalizado su viaje a La Española, el navegante castellano se dirigió a las Guayanas, región que había sido visitada a fines del siglo XV por otro renombrado explorador español: Alonso de Ojeda. A pesar de los importantes descubrimientos geográficos realizados para España por Pinzón y sus acompañantes, la expedición fue un fracaso desde el punto de vista mercantil, pues no encontró nada de valor que llevar a Europa.

Otra flota castellana, esta vez al mando de Diego de Lepe, siguiendo una ruta bastante parecida a la de Yánez Pinzón, se presentó en abril de 1500 en el extremo oriental del continente,  pero en lugar de tomar en dirección al norte se encaminó al suroeste. De esta manera, Lepe y sus hombres se convirtieron en los primeros europeos que recorrieron las costas de una región que más tarde se conocería por su nombre indígena: Pernambuco. Esta expedición tampoco halló nada de interés comercial, por lo que emprendió de nuevo el rumbo hacia el norte hasta tapar con el delta del Amazonas, para después adentrarse en el golfo de Paria, con la finalidad de cazar indios y venderlos como esclavos en Castilla. Cargadas las bodegas de las naves con los infelices aborígenes, Lepe regresó a Europa en el otoño de 1500.

En los mismos momentos en que se desarrollaba la travesía de Lepe, arribaban a la América del Sur los primeros navíos portugueses. La escuadra estaba integrada por 12 naves y unos 1 500 hombres, encabezados por Pedro Álvarez Cabral, y su objetivo inicial era del alcanzar las Indias Orientales, bordeando las costas de África. Al parecer, las corrientes marinas y una tempestad desviaron a Cabral de su ruta y lo llevaron casualmente a una porción hasta entonces desconocida de la actual costa brasileña, al sur del cabo Sao Roque, el 22 de abril de 1500. Esos parajes, cerca de la punta de Corombao, Cabral los denominó Vera Cruz. El fondeadero escogido no fue un buen resguardo para los barcos, sobre todo cuando empezaba a formarse una peligrosa tormenta tropical, por lo que el 25 de abril el osado navegante portugués juzgó oportuno mover la flota algo al norte, a una bahía mucho más protegida que llamaron Porto Seguro y que hoy recibe el nombre de Cabral. Los indios botocudos, que habitaban la región, establecieron relaciones amistosas con los portugueses, permitiéndoles explorar las regiones cercanas, donde tampoco encontraron nada de valor. Desalentados por tan magros resultados, la flota lusitana reemprendió el camino a la India. Cabral no concedió mucha importancia a estos territorios, pero antes de seguir la travesía despachó a Lisboa una nave emisaria que dio cuenta al rey Manuel I –a través de la famosa carta de Pedro Vaz Camina- de la existencia al oeste de África de la “isla de Vera Cruz”, haciéndole llegar de regalo varios hermosos papagayos. Las exóticas aves despertaron la curiosidad de la corte y dieron lugar a que aquella tierra se la conociera como “el país de los papagayos”.

Unos meses después, el monarca portugués autorizó la salida de otra expedición hacia Brasil, en la que según algunas fuentes participó el famoso comerciante América Vespucio, quien acababa de abandonar por un tiempo su servicio a la Corona de Castilla y había pasado a trabajar por cuenta de Portugal. La flota arribó en 1501 al cabo Sao Roque, desde donde tomó rumbo sur, hasta alcanzar la boca de un caudaloso río, el Sao Francisco. Siguiendo viaje, los intrépidos navegantes llegaron a una espaciosa bahía, la única en esas latitudes de tan grandes proporciones –lo que induciría posteriormente a llamarla simplemente Bahía-, que denominaron de Todos los Santos. Después pasaron a Porto Seguro y encontraron otra majestuosa ensenada a la que tomaron por la desembocadura de un río, bautizándola como Río de Janeiro, por ser el mes de enero de 1502. Más tarde se descubriría el error y el nombre quedaría exclusivamente para la ciudad, mientras la bahía conserva su apelativo indígena: Guanabara. Sin encontrar ningún objeto de utilidad mercantil, la flota portuguesa continuó bordeando el litoral hasta Sao Vicente, tras navegar por los L 000 kilómetros de costa que separan al cabo Sao Roque del río Cananari.

El ciclo exportador de palo Brasil

Las apetencias europeas en relación con Brasil se desataron cuando apareció en sus costas un producto que gozaba de gran demanda en el viejo continente: el verzino o palo brasil.

La existencia de esta preciosa madera en el territorio originó el primer ciclo exportador de la colonia. En la costa, visitada por los portugueses a principios del siglo XVI, crecía un árbol rojo o de color brasa, de calidad similar al que desde la edad media se conocía en Europa como palo brasil, y que se usaba frecuentemente para teñir las telas durante su proceso de fabricación. Ese nombre se generalizó para todas las maderas tintóreas y también fue adoptado para designar el árbol Caesalpinía echinata que se daba silvestre en las selvas del litoral. Las grandes utilidades que generaba la comercialización  del producto atrajeron la codicia de los europeos y dio lugar a que llegaron a las aguas del país numerosos traficantes, sobre todo de procedencia portuguesa, española y francesa.

Algunos historiadores portugueses sostienen que el iniciador de la explotación comercial del palo brasil fue el navegante Gonzalo Coelho. En mayo a junio de 1503 zarpó de Lisboa con seis naves, una de las cuales estaba capitaneada por el experimentado Américo Vespucio. Cuando la pequeña flota se había alejado de la costa africana, en la recién descubierta isla de Fernao de Noronha –que en 1504 se convertiría en la pionera de las capitanías hereditarias-, Coelho y Vespucio, de común acuerdo, se separaron. El segundo llegó a Bahía y allí esperó  pacientemente a su jefe por espacio de varias semanas. Desesperado por la inactividad, Vespucio se dedicó a reconocer el litoral que ya había visitado un año antes. En la bahía de Porto Seguro levantó un fortín que fue el primer asentamiento europeo en territorio brasileño. Durante uno de sus frecuentes recorridos por el interior, en el trayecto a la sierra Dos Aimores, los hombres de Vespucio encontraron abundantes bosques de palo brasil. Sin tardanza, Vespucio cargó sus naves con una buena cantidad de verzino y retornó a Portugal en abril  de 1504.

Sobre la suerte de Coelho y su tripulación se tienen menos detalles. Se sabe que arribó a la “tierra de Santa Cruz” –como gustaba ahora al monarca portugués designar sus posesiones americanas-, después de muchas vicisitudes y de rebasar un peligroso naufragio. Cerca de dos años estuvo en la bahía de Río de Janeiro, hasta volver a su patria en 1506 con sus naves repletas con el precioso árbol de tinte.

Para muchos historiadores franceses, en cambio, el difusor en Europa del verzino brasileño fue un marino normando que respondía al nombre de Paulmier de Gonneville. Los datos existentes parecen indicar, sin embargo, que la introducción del palo brasil fue un proceso paralelo, ya que no es posible adjudicar la primacía a ninguna persona en particular, pues en su comercialización jugaron un papel semejante los tres destacados navegantes europeos.

Según parece, Gonneville andaba de viaje por la costa africana, en busca de especies o de otros valiosos artículos orientales, cuando accidentalmente se desvió de su ruta y fue a parar, como Cabral, a la costa de Brasil. El barco francés no iba a dar nunca con las especies, pero en su lugar habría de llevar al viejo continente uno de los primeros cargamentos de palo brasil americano (1503-1504).

El éxito económico que el tráfico del verzino reportó a Vespucio, Coelho y Gonneville, animó a muchos mercaderes europeos, especialmente a los comerciantes franceses de Honfleur, Dieppe y otros puertos, a preparar varias expediciones destinadas a extraer el palo brasil de las costas del nuevo mundo. En esta novedosa operación comercial sobresaldría la intensa actividad francesa, pues desde fechas muy tempranas sus buques comenzaron a burlar las disposiciones portuguesas, encaminadas a prohibir la extracción de las maderas tintóreas por naves de otras banderas. La ofensiva mercantil de los franceses, sobre un territorio que sus cronistas y cartógrafos iban a denominar la Francia Ecuatorial, fue facilitada por la despreocupación oficial de la Corona lusitana que, enfrascada en sus negocios orientales, no concedía mucha importancia a la región descubierta por Cabral y que el Tratado de Tordesillas gratuitamente le otorgaba. La política portuguesa de no tomar ninguna medida efectiva contra los traficantes convirtió a las costas brasileñas en una especie de tierra de nadie, lo que indudablemente contribuyó a aumentar el interés de los comerciantes del viejo continente. De esta forma, en el período comprendido entre 1504 y 1532, los franceses fueron en la práctica, los únicos europeos que mantuvieron una presencia sistemática en el litoral brasileño. Otro resultado del aumento del comercio del verzino fue el de popularizar por Europa el término de brasil, asociado a un amplio e indefinido territorio del nuevo mundo que la naturaleza había dotado de riquísimos bosques del cotizado árbol rojo.

Con vistas a asegurar las fuentes del palo brasil, los navegantes franceses procuraron obtener la colaboración indígena. Para ello se valieron de una política pacífica, avalada por el asentamiento de sus representantes en las propias aldeas aborígenes de la costa. Intercambiaban con los indios todo objeto que, además del verzino tuviera algún valor comercial, tal como el algodón, la pimienta, papagayos, macacos y plumas de aves, entregando en reciprocidad baratijas, hachas, cuchillos e incluso armas de fuego. Las relaciones de colaboración más estrechas las establecieron con los tupis, para quienes la política amistosa de los franceses contrastaba abiertamente con los constantes esfuerzos portugueses por esclavizarlos. Para facilitar su labor, los contrabandistas establecían pequeñas factorías en el litoral, destinadas a almacenar el palo brasil y las demás mercancías, en espera de las naves procedentes de Europa. Pero las factorías francesas nunca llegaron a constituir grupos estables de colonización –a pesar de la proliferación del mestizaje: antecedente de los aguerridos mamelucos-, ya que eran abandonadas en cuanto comenzaba a desaparecer de los alrededores la madera tintórea.

El extraordinario aumento de la actividad de los contrabandistas en suelo brasileño, terminó por convencer al monarca portugués de la necesidad imperiosa de desalojar a los franceses e impulsar la colonización de sus posesiones americanas, para no perderlas definitivamente. Por esa razón, en 1526 Portugal envió al nuevo mundo una escuadra integrada por seis barcos de guerra, al mando del capitán Chistovao Jaques. El marino lusitano apareció de improviso en Pernambuco, región infestada de traficantes franceses, donde hundió tres naves, y capturó cerca de 300 prisioneros que fueron remitidos a Portugal. Después Jaques ancló en un puerto lleno de rocas y farallones, al que dio por nombre Recife.

En 1531 llegó a Pernambuco otra armada portuguesa, esta vez de 5 naves y 400 hombres, al frente de las cuales venía el noble lusitano Martim Alfonso de Sousa. Una parte de la expedición, guiada por Diego Leite, se encaminó al litoral comprendido entre el cabo Sao Roque y el Amazonas, para limpiar sus aguas de contrabandistas franceses. Otros barcos de la flota fueron  enviados de regreso a Portugal, llevaban un valioso cargamento de palo brasil; mientras el resto de la escuadra, bajo el mando del propio Sousa, se dirigió al sur, tras capturar decenas de traficantes en la costa de lo que más tarde sería Olinda y en la isla de Sao Alejo. En su travesía hacia las regiones meridionales Sousa y sus acompañantes llegaron a Bahía, lugar donde estaba enclavado un poblado hispano-portugués fundado por un náufrago lusitano, Diego Álvarez Correa, a quien los indios llamaban Caramarú, es decir, “hombre del fuego”. Caramarú sería de gran ayuda a los portugueses, pues conocía el territorio a la perfección, dominaba el dialéctico de los tupis y había explorado la cuenca del río Paraguazú. A fines de 1531 la flota de Sousa se presentó en la bahía de Guanabara, lugar donde se edificó un fuerte y se registró, sin resultados positivos, las zonas aledañas en busca de metales preciosos, minerales que los portugueses perseguían afanosamente después del éxito de Hernán Cortés en la conquista de México. Luego los barcos siguieron rumbo al sur, y una parte de la expedición llegó hasta el Río de la Plata. En la isla de Sao Vicente, Sousa fundó, el 22 de enero de 1532, una villa, aprovechando la existencia en ese sitio de pobladores de origen portugués –gobernados por Joao Ramalho-, que se dedicaban a esclavizar indígenas. Estos hombres, provistos de pequeñas embarcaciones, ya habían incursionado en gran parte del litoral comprendido entre Río de Janeiro y la isla de Santa Catarina. El propio Ramalho fue probablemente el primer europeo que subió la Serra do Mar, al extremo sudoriental de la meseta de Brasil, y estableció relaciones amistosas con los tamoyos, quienes dominaban toda la región del bajo valle del Paraiba. Sousa y Ramalho examinaron juntos la sierra de Piranaciaba, donde fundaron pobladores de los que más tarde surgirían las villas de Santos y Sao Paulo.

En represalia por las acciones punitivas llevadas a cabo por Jaques y Sousa, en 1532 apareció en Pernambuco un buque de guerra francés al mando de Jean Duperret, encargado de hostilizar a los portugueses. Por primera vez desde el descubrimiento del palo brasil no se trataba de una nave contrabandista más o menos independiente, sino que era una expedición organizada con el consentimiento oficial del rey de Francia Francisco I, y que causó ciertos estragos en los dominios lusitanos de Brasil. En Pernambuco los franceses pretendieron dejar una pequeña factoría, pero no tardó en ser liquidada por Pedro Lopes de Sousa, quien erigió en su lugar otro fortín portugués. Este fuerte, junto con las colonias agrícolas del sur, ubicadas en Sao Vicente y Piratininga (Sao Paulo), se convirtieron, por el momento, en los únicos asentamientos europeos estables de la costa brasileña.

Creación de las capitanías hereditarias

La creciente hostilidad franco-portuguesa por el control del litoral de Brasil condujo al monarca de Portugal, Joao III, a impulsar de una manera decisiva la colonización de sus tierras americanas. Con ese fin dispuso, por la Carta Regia del 28 de septiembre de 1532, la división de toda la “provincia de Santa Cruz” en 15 capitanías hereditarias o donatarias, destinadas a estimular el poblamiento y a promover la explotación de sus recursos en su colonia del nuevo mundo. Las capitanías se concebían como especies de señoríos feudales y se basaban en un sistema medieval de colonización que los portugueses habían puesto en práctica, con cierto éxito en las islas Madeira. Las 15 donatarias ocupaban toda el área que el Tratado de Tordesillas asignaba a Portugal y tenían de fronteras entre si los paralelos geográficos, que en realidad solo podían fijar límites precisos en la costa, pues el resto del territorio, hacia el interior, permanecía totalmente inexplorado. Las Reales Cartas de Donación –el título de concesión y la Carta Foral- daban a cada capitanía su fundamento legal y un modelo de desarrollo de tipo semifeudal. El capitán mayor o capitao mor era por lo general un veterano de las campañas del oriente, al que se le dotaba de absoluta jurisdicción sobre su dominio, tan solo limitada por la imposibilidad de acuñar moneda e imponer la pena capital. Además, quedaba autorizado a poblar el territorio con colonos católicos, obligados a pagar regularmente el diezmo a la Iglesia, y con los cuales establecía una relación patriarcal. La Corona se reservaba para su exclusivo beneficio el monopolio del palo brasil –otorgado en un principio al mercader lisboeta Fernao de Noroña-, la trata de esclavos, el comercio de especies, así como el quinto del oro y la plata. Debido seguramente a la situación por la que atravesaba Portugal, girado por completo a la órbita de los negocios con las Indias Orientales, este era un sistema mercantil menos rígido en comparación al implantado por España en sus colonias de ultramar, pues, en la práctica el comercio de los demás productos y mercancías quedaba liberado.

En realidad solo se llegaron a repartir 12 capitanías, en lugar de las 15 previstas en el plan inicial, ya que a Martim Alfonso de Sousa le fueron asignadas 2 y a su hermano, Pedro Lopes de Sousa, L. Las 15 donatarias eran, de norte a sur, las siguientes: Pará, Maranhao, Piaui, Río Grande do Norte, Itamaracá, Pernambuco, Bahía, Iiheos, Porto Seguro, Espíritu Sancto, Sao Thomé, Río de Janeiro, Sao Amaro, Sao Vicente y Sancta Ana. Cabe añadir que en algunas de estas 12 colonias los capitaos mores nunca llegaron a establecerse de una manera  efectiva.

Como regla general, en cada señorío la colonización se iniciaba con la llegada del gobernador y la consiguiente fundación de una villa, tras encontrar una adecuada bahía o rada para guarecer la flota. Por esa razón, y también con la idea de protegerse de posibles ataques indígenas, la nueva población estaba situada lo más cerca posible del litoral. No obstante todas las precauciones, usualmente las plazas portuguesas eran invadidas y destruidas por los coléricos indios, lo que obligaba a los colonos a trasladar el incipiente pueblo a un sitio más seguro. Los capitanes mayores eran hidalgos, mientras las masa fundamental de los habitantes estaba formada por antiguos delincuentes y algunos pocos campesinos portugueses.

La capitanía de Pernambuco en el noroeste fue concedida  por el rey al marqués del Basto, quien le puso por nombre Nueva Lusitania. El gobernador Coelho arribó a esta posesión en 1535, acompañado de su numerosa parentela y un grupo de colonos con los cuales fundó, a modo de capital, la villa de Olinda. Por orden suya se recorrió gran parte del curso inferior del río San Francisco, no explorado hasta entonces.

Por su parte, la capitanía de Bahía le fue entregado al hidalgo Francisco Pereira Coutiho, quien se encargó de someter toda la costa y un pedazo de la meseta del río Paraguazú. La creciente enemistad de los tupinambas obligó a Pereira Coutinho a abandonar su residencia en villa Velha y huyó con muchos de los colonos de la capitanía, donde, sin embargo, quedó un reducido grupo bajo la protección del famoso Caramarú. Un año después el capitán mayor intentó regresar a sus dominios, pero naufragó y murió a manos de los indios (1545), justamente en la entrada de la bahía, a orillas de la isla de Itaparica. Algo parecido ocurrió en la donataria de Sao Thomé –concedida a un compañero de armas de los hermanos Sousa, llamado Pedro de Goes- y en la capitanía de Espíritu Sancto  -entregada a Vasco Fernández Coutinho, en recompensa por los méritos alcanzados en las Indias Orientales-. Por su lado, los señores de las donatarias septentrionales –Joao de Barros, Ayres da Cunha y Fernao Álvares de Andrade- naufragaron en peligrosos bajíos de la costa de Maranhao.

A Martim Alfonso de Sousa, la Corona lo benefició con la capitanía de Sao Vicente, aunque pronto la abandonó para regresar a Portugal. Un noble que llegaría a regir los destinos de la colonia, Bras, Cubas, edificó una especie de hospital en tierras de este verdadero feudo, en torno al cual crecería una villa que llevaría el nombre de Santos (1546).

En resumen, siete capitanías pudieron ser fundadas de hecho, pero en solo cuatro de ellas la colonización registró cierto progreso. Nos referíamos a las donatarias de Porto Seguro –entregada a un rico señor feudal del norte de Portugal; Pedro de Campo Tourinho-, IIheos –perteneciente al funcionario real Jorge de Figueredo Correa- y las ya mencionadas de Sao Vicente y Pernambuco. Algunos historiadores estiman que hacia 1550; medio siglo después del arribo a Brasil de Cabral, las capitanías más prósperas apenas contaban con 600 colonos –excluyendo los esclavos negros e indígenas-, mientras en todo el litoral no habitaban más de 5 000 europeos y sus descendientes.

Primeras formas de organización estatal

Debido a que el sistema de las capitanías hereditarias no funcionaba de la manera prevista, ni proporcionaba a la Corona portuguesa los dividendos esperados –al igual que había sucedido anteriormente con las factorías-, el monarca decidió hacer un cambio sustancial en el régimen de gobierno vigente en sus posesiones americanas. Sin duda la colonización fomentada por los capitanes mayores había encontrado una serie de obstáculos y, salvo en unas pocas donatarias, no había ningún avance. Como si todo esto fuera poco, la entrega a los capitaes mores de facultades tan amplias, acorde al derecho medieval, estaba en completa contradicción con la política seguida por la Corona, encaminada a fortalecer el poder real en la propia metrópoli, en detrimento de los señores feudales: problema que las fallidas sublevaciones de los conquistadores y encomenderos españoles, iniciadas en 1542, habían puesto sobre el tapete tanto en España como en Portugal. Por añadidura, era un momento en que Castilla recibía por toneladas las fabulosas riquezas minerales de Perú, lo cual inducía a Carlos V a alentar aventuras como la de Francisco de Orellana, quien entre 1541 y 1542 recorrió ampliamente al Amazonas en busca del legendario El Dorado; o la de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que tras desembarcar en Santa Catarina, atravesó partes de Sao Paulo y Paraná rumbo a Paraguay.

Por todos estos motivos, en 1548 el gobierno lusitano reivindicó sus derechos estatales sobre el vasto territorio brasileño. La medida real dio inicio a la estructuración de una verdadera administración colonial portuguesa en el nuevo mundo, cuyas bases en cierta forma se habían sentado en el período de las capitanías hereditarias. Al frente de ellas se designó a un representante de la Corona, el governador geral, dotado de amplios poderes gubernamentales y del mando militar supremo. Este funcionario tendría entre sus objetivos –expresamente fijados en las instrucciones reales o regimentos-, establecer un gobierno central único, impulsar la actividad económica y hacer avanzar la colonización, procurando encontrar metales preciosos, así como asegurar la posesión de Brasil a Portugal. La creación del cargo de governador   geral significaba la liquidación práctica del régimen de las donatarias, aun cuando legalmente las capitanías seguirían existiendo, pero subordinadas  a la jurisdicción, del poder central. No obstante, poco a poco las donatarias desaparecieron como tales, unas por compra de la Corona y otras por el simple abandono de sus dueños.

El lugar escondido como sede de la nueva administración colonial fue la antigua capitanía de Bahía, en virtud de que era una de las donatarias más grandes, se encontraba justamente en el centro de la línea costera brasileña y su beneficiario original –Pereira Coutinho-, había perdido la vida en un encuentro con los indígenas, por lo que su concesión se reintegró al patrimonio real. Para estrenar el puesto de gobernador general la Corona despachó a un noble lusitano llamado Thomé de Sousa, quien arribó a la América el 29 de marzo de 1549. La sede de la capitanía de Bahía, villa Velha, no fue, al parecer, del agrado del gobernador y dejándose llevar por los consejos de Caramarú, Sousa fundó algo más al norte un nuevo poblado, al que denominó Salvador, ubicado en la bahía de Todos los Santos. La villa recién instalada sería durante más de dos siglos la capital oficial de Brasil.

En la flota en que llegó a Bahía el gobernador general venían también unos 450 colonos –en su mayoría exdelincuentes-, 600 soldados y 5 jesuitas, encabezados por el padre Manuel de Nóbrega. Estos sacerdotes fueron los primeros religiosos de esta Orden que pasaron al nuevo mundo. Aunque en principio el hecho no tuvo mayor relevancia, a largo plazo los jesuitas fueron un elemento de vital participación en la conquista de ciertas áreas, tanto en las posesiones portuguesas como españolas. Un ejemplo de ello fue la temprana colonización de Sao Paulo –en el área de las donatarias de Sao Vicente y Sao Amaro-, donde los jesuitas se distinguieron por darle su fisonomía al naciente proceso de dominación colonial. En 1554 un reducido grupo de jesuitas, al frente de los cuales marchaban los padres Nóbrega y José de Anchieta, estableció el Colegio de Sao Paulo, unos kilómetros al noreste de la isla Sao Vicente, en el curso alto del Tieté, en pleno territorio continental. Desde ese punto, en los campos del Piratininga, los jesuitas, valiéndose de sobornos, halagos y promesas, lograron convertir al catolicismo a los principales jefes aborígenes de la localidad.

Después, con la ayuda de los caciques conversos, los seguidores de Ignacio de Loyola sometieron a las tribus de los alrededores, con las que crearían cuatro grandes reducciones: Sao Paulo, Santiago, Sao Jorge y Espíritu Sancto. En ellas los indígenas eran obligados, bajo una severa disciplina, a cultivar la tierra como verdaderos siervos de la gleba y a entregar a los jesuitas el fruto de su trabajo. El privilegio de explotar a los aborígenes brasileños no tardaría en provocar luchas y conflictos entre los ávidos colonos y los no menos ambiciosos jesuitas.

Entretanto, prosperaba la colonia de Bahía, alentada por la llegada de nuevas flotas portuguesas portadoras de más agricultores y plantadores, mientras el gobernador general se dedicaba a organizar la naciente administración estatal. El poder central, radicado en la villa del Salvador, se componía en su cúspide de tres funcionarios reales, independientes unos de otros. Ellos eran el governador geral –a partir de 1720 serían llamados virreyes-, al que correspondía la administración, el ouvidor geral, encargado de la justicia, y el proveedor mor, responsabilizado con el control de la hacienda real. Más tarde se ampliaría el aparato judicial, creándose los tribunales de Relacao (1587). El proveedor mor, por su parte, tenía adscripto en cada donataria a un proveedor da capitanía, especie de inspector regional, quien debía controlar las aduanas de los puertos, y la casa das contas –instaladas a nivel de capitanía-, particularmente en lo referido al cobro del quinto real y el diezmo de la Iglesia.

La célula básica del sistema administrativo portugués eran los gobiernos municipales, inspirados en una vieja institución medieval que resurgía con fuerza en América con el nombre de senado da camara, muy semejante al cabildo castellano. La municipalidad se encargaba de reglamentar toda la vida de una villa y estaba formada por un consejo urbano, elegido, al menos en teoría, por todas las cabezas de familia de cierto abolengo, siempre que residieran de manera permanentemente en la población. Lo integraban varios vereadores o consejeros, dos guises ordinarios y otros miembros.

A la vez se implantó la organización eclesiástica, que desde 1551 tenía en su cima al obispado de Bahía, al frente del cual estuvo inicialmente el padre Pedro Fernández Sardinha. Cabe añadir que ese mismo año el papa Julio III emitió una bula, que subordinaba a los reyes de Portugal toda la jerarquía católica en los dominios lusitanos.

Desde el principio de la colonización en Brasil tuvieron fuerzas de ley todos los códigos portugueses, en primer término las Ordenacoes Manuelinas de 1514, así como las órdenes reales,  Cartas de Lei y demás disposiciones oficiales. Conforme  a este principio, desde la época de las donatarias se hizo extensiva al territorio brasileño la ley portuguesa de asentamientos agrarios, conocida como ley das sesmaria. Esta disposición real permitía adjudicar tierras a privados (sesmaria), siempre que no fueran mayores a las que realmente se pudieran labrar.

En la práctica, la ley das sesmaria sirvió para otorgar extensos predios a los senhores de engenho, particularmente en el norte –pues en el sur la tierra se repartió por lo general en parcelas más pequeñas-, echando los cimientos en los futuros latifundios.

Inicios de auge azucarero

En la capitanía de Sao Vicente pronto prosperó el cultivo de la caña de azúcar, planta que estaría llamada a sustituir al palo brasil como principal reglón exportable. Se supone que el primer trapiche fue instalado por Martim Alfonso de Sousa en 1553, ante la imposibilidad de encontrar las anheladas riquezas auríferas. Vale la pena aclarar que los indígenas brasileños, a diferencia de los aborígenes que encontraron los españoles en muchas de sus posesiones americanas, desconocían el trabajo de los metales e ignoraban la ubicación de los yacimientos de oro y plata, elementos que facilitaron extraordinariamente la tarea a Cortés, Pizarro y demás conquistadores hispanos.

La agricultura de la caña de azúcar llegó a Brasil procedente de las islas Madeira, Azores y Cabo Verde, lugares donde los portugueses la habían implantado durante el siglo XV. Desde entonces se convirtieron en los principales abastecedores del producto en Europa. A partir de 1517 el precio del azúcar subió en el viejo continente, como consecuencia directa de la conquista turca de Egipto y Siria, que eliminó a estas regiones como suministradoras de azúcar del mercado europeo. Ello incentivó de la caña e impulsó a los portugueses y españoles a intentar su desarrollo en América.

Los comerciantes de Portugal no tardaron en comprender que el litoral brasileño ofrecía cualidades inmejorables para fomentar plantaciones de caña de azúcar. Las costas de Brasil poseían excelentes terrenos sedimentarios, rojizos u oscuros, que junto a un buen régimen de lluvias hacían innecesarios los regadíos y abonos. Las óptimas condiciones abarataban el ciclo productivo y permitían obtener rendimientos superiores a los de las islas del Atlántico. El hecho de que las plantaciones azucareras pudieran ser ubicadas cerca de la costa, en lugares donde abundaban los puertos naturales, contribuía a facilitar el envío del producto a los compradores. Además, los portugueses dominaban la red comercial del azúcar en el viejo continente, que incluía socios, fuentes de créditos, mercados y facilidades portuarias en Amberes, lo que unido a una política fiscal bastante liberal para la época –impuestos bajos, exenciones temporales de gravámenes y virtual comercio libre-, hacían aún más atractivo el campo para emprender el negocio azucarero. La única limitante al desarrollo de las plantaciones de caña era la falta de capitales, en especial para costear la preparación y el transporte de azúcar, que requerían cuantiosas inversiones –como por ejemplo para la adquisición en Flandes de grandes pailas de cobre y otros instrumentos de producción de producción-, y por la escasez de fuerza de trabajo. El capital se encontraría en cantidades suficientes en los Países Bajos, mediante la asociación entre los colonos portugueses y los banqueros holandeses. La mano de obra se satisfizo en un inicio por medio de la explotación indiscriminada de los indígenas que habitaban en el litoral; cuando estos no fueron suficientes se les persiguió con saña por el interior para arrastrarlos a las plantaciones. Finalmente se implantaron esclavos negros de las costas de África, por entonces bajo control portugués.

Para instalar la plantación de caña de azúcar era necesario rozar la selva, labor en la que se aprovechaba la experiencia indígena. Sembrada la caña, esta crecía normalmente y con un mínimo de cuidados maduraba en pocos meses. Cada campo se cortaba durante varías cosechas sucesivas, dejando crecer la planta sin obstáculos después de cada corte. Cuando el suelo se daba por agotado, resultaba más rentable repetir el ciclo en otra parte de la selva. La caña cortada se trasladaba al trapiche o engenho, donde se hervía el jugo en las calderas, y ya seco y cristalizado el azúcar en moldes de arcilla, se envasaba en cajas de madera de unos 500 kilos de peso. El azúcar que se exportaba tenía dos calidades diferentes: blanco cristalizado y refinado o moreno mascarado, aunque ambos tipos debían terminar su proceso de refinación en Europa. Los primeros trapiches en producción rendían unas 50 toneladas de azúcar por año cada uno y requerían decenas de trabajadores –tanto para la parte agrícola como para la artesanal- y animales de tiro. Este tipo de actividad favoreció la aparición de grandes establecimientos, fazendas, que compartían el área cultivable de la colonia con las pequeñas fincas y parcelas dedicadas a la producción de alimentos, en primer lugar de la mandioca. Con el correr del tiempo, la plantación de azúcar y la casa de los amos (casa grande) se convertirían en signo distintivo de jerarquía social y poderío económico.

Las plantaciones de la capitanía de IIheos fueron, quizás, las primeras en crecer en forma satisfactoria, favorecidas por el trabajo de los indios tupiniquín. Pero esa breve etapa de florecimiento económico concluyó abruptamente cuando los insumisos botocudos invadieron la costa y destruyeron la mayoría de las plantaciones. Desde ese momento, el  centro azucarero de Brasil se asentó en Sao Vicente y sobre todo en la capitanía de Pernambuco, donde el primer trapiche fue instalado en 1542.

El número y tamaño de los engenheos fue aumentando en el transcurso del siglo XVI, en virtud del incesante crecimiento de la demanda europea. Hacia 1570 la producción de azúcar en Brasil era un negocio sumamente lucrativo, ya que encontraba  compradores para unas 2 500 toneladas anuales fabricadas por 70 trapiches. Un factor que favoreció ese salto cuantitativo fue la posibilidad de encontrar fuerza de trabajo barata en África, para sustituir en parte la labor indígena. Desde 1559 la Corona accedió a otorgar permisos para la importación de africanos en condición de esclavos, siempre que se respetara el tope de 120 por engenho. Se estima que gracias a este mecanismo, en 1570 laboraban en las plantaciones de caña de la costa brasileña unos 2 000 ó 3 000 esclavos, lo que constituía, sin lugar a dudas, la mayor concentración de trabajadores negros que existía entonces en toda la América.

De tal forma se fueron dibujando en la naciente sociedad colonial de Brasil dos clases sociales fundamentales: los  senhores de engenho por  un lado, propietarios de enormes extensiones de tierras y esclavos y, por el otro, la gran masa de africanos y aborígenes explotados. Más adelante, con el desarrollo de la colonia, se iría conformando un heterogéneo sector social de carácter intermedio, integrado por artífices, pequeños comerciantes, artesanos y campesinos libres.

Fracaso de la colonización hugonote en Río de Janeiro

El episodio más sobresaliente de las nuevas aventuras francesas en Brasil se produjo poco tiempo después de la llegada de Duarte da Costa, según gobernador general, a la capitanía de Bahía, en julio de 1553. La nueva administración tuvo que enfrentar diversos problemas, desde la resistencia de los colonos y el clero a muchas de sus arbitrariedades, hasta los constantes ataques indígenas. Pero ninguno de estos acontecimientos fue tan grave como el intento francés por apoderarse de Río de Janeiro, que puso en jaque a toda la colonia portuguesa del nuevo mundo.

La historia de esa expedición francesa se inició cuando un caballero de Bretaña (Francia) gran maestre de la Orden de Malta, Nicolás Durand de Villegaignon, obtuvo del monarca Enrique II el visto bueno para llevar adelante una audaz empresa colonizadora en Brasil. Villegaignon contaba con el entusiasta respaldo de la principal figura de la reforma religiosa en Francia: el admirante Gaspar de Coligny acariciaban el proyecto de fundar colonias en el nuevo mundo, para escapar de las luchas religiosas sin perder su nacionalidad. Naturalmente, la misión no se concebía solo en términos teológicos, pues en primer lugar se diseñaban sus aspectos mercantiles, lo que aseguró el financiamiento, sin el menor reparo,  de los principales armadores y comerciantes de Normandía y Bretaña.

La escuadra al mando de Villegaignon, compuesta de 3 naves y unos 600 hombres, llegó a la bahía de Guanabara –único puerto costero importante de la zona oriental de Brasil no habitado en forma permanente por los portugueses- el 10 de noviembre de 1556. En algunas de las islas de la bahía los franceses obligaron a los indios a trabajar en la construcción de dos fortines –a uno de los cuales denominaron Coligny, en honor del padrino de la colonia-, destinados a proteger el asentamiento de los esperados ataques portugueses.  Pero la desatinada política practicada por Villegaignon pronto acarreó grandes dificultades a la vida de la incipiente población francesa. La desmedida expoliación de los indígenas despertó la ira de los tupinambas, provocando constantes ataques de los aguerridos aborígenes; y la súbita intolerancia religiosa de Villegaignon levantó la hostilidad de un grupo de expedicionarios franceses, que se separaron para formar en la costa una colonia “normada libre”. La tirante situación se agravó con la llegada a la Francia Antártica –nombre que recibía el poblado hugonote del Río de Janeiro- de unos 300 calvinistas enviados desde Ginebra por Coligny, al frente de los cuales venía un sobrino de Villegaignon: Bois le Conte. El arribo de tan nutrido grupo de protestantes no resolvió los problemas de la colonia, sino que, por el contrario, agudizó las encendidas pugnas religiosas. Al final los hugonotes regresaron a Europa, a la vez que se producía la retirada del propio Villegaignon. No obstante estos tropiezos iniciales, en la colonia permanecieron algunos traficantes, encabezados por Bois le Conte, que harían progresar la Francia Antártica –tras establecer buenas relaciones con los indios- hasta convertirla en una rica factoría enclavada en ese estratégico punto de la América del Sur.

En 1557 la Corona portuguesa decidió cortar por lo sano en lo concerniente a la presencia de los contrabandistas en sus dominios americanos.  Con ese fin, Duarte da Costa fue sustituido por otro funcionario real: Joao Mem de Sá. El nuevo gobernador general se presentó en Bahía en enero de 1558 y sin pérdida de tiempo inició los preparativos militares para expulsar a los traficantes franceses de Río de Janeiro. Terminada esa fase preliminar, Mem de Sá lanzó en marzo de 1560 una poderosa ofensiva contra el enclave francés. Como resultado de los combates, las fortalezas levantadas por Villegaignon en la bahía de Guanabara fueron destruidas y sus defensores fueron obligados a huir hacia los espesos bosques de la costa. Inexplicablemente Mem de Sá se dio por satisfecho con la victoria alcanzada y, y sin dejar ninguna guarnición al cuidado de esa importante rada, se retiró con sus fuerzas a la capital en Bahía. Tal descuido fue aprovechado por los incansables franceses, que en poco tiempo volvieron a erigir en Río de Janeiro una nueva factoría, que denominaron Urucunirim.

Con el ánimo de liquidar para siempre a los molestos colonos extranjeros de la Fuerza Antártica, Mem de Sá despachó  desde Bahía un poderoso destacamento al mando de uno de sus sobrinos: Estacio de Sá. Los efectivos portugueses aparecieron en Río de Janeiro a principios de 1565, en donde, tras volver a expulsar a los franceses de los alrededores, fundaron la villa de Sao Sebastiao –en honor al infante monarca lusitano- en la playa Vermelha, justo en la falda del monte Pan de Azúcar. La batalla decisiva se celebró en enero de 1567,  cuando arribó a Sao Sebastiao otro contingente militar comandado por el governador peral, el cual, a costa de grandes pérdidas –entre ellas la de Estacio de Sá-, consiguió la expulsión de los colonos y traficantes dejados por Villegaignon. Todavía durante un tiempo algunos contrabandistas lograron sostenerse en ciertas áreas de la franja costera oriental del Brasil –cabo Frío (Río de Janeiro) y río Real (Sergipe)-, de donde también fueron desalojados por los portugueses en 1576. A partir de entonces solo quedó el litoral norteño, comprendido entre el cabo Sao Roque y las Guayanas, como única costa más o menos libre, donde los franceses podían realizar impunemente sus ilegales actividades mercantiles, pues las avanzadas lusitanas septentrionales se hallaban en la isla de Itamaracá y el puerto de Conceicao (Pernambuco).

Luego de un triunfo tan significativo, Mem de Sá solicitó su sustitución a la Corona, fue designado, para reemplazarlo en el cargo de gobernador general, el noble portugués Luís Fernández de Vasconcelos. La armada que transportaba al nuevo mundo al distinguido funcionario colonial, tuvo que afrontar varias dificultades que dieron al traste con su misión. Una violenta tempestad dispersó a los navíos en múltiples direcciones, y hundió  al grueso de la flota, mientras el resto, incluido el buque donde viajaba el nuevo governador peral, sucumbió  ante un sorpresivo ataque de los corsarios franceses Jacques de Sores y Jean Capdeville. Desaparecidos Fernández de Vasconcelos y su séquito, a Mem de Sá no le quedó otra alternativa que permanecer en Brasil como gobernador, cargo que ostentaba al morir, el 2 de marzo de 1572.

Fue en casa ocasión que la Corona decidió la división de su colonia americana. Es posible que en tal determinación influyera el marcado crecimiento económico del nordeste, que quizás aconsejaba aumentar el control fiscal sobre Pernambuco mediante el establecimiento de una administración más directa. De todos modos, lo cierto es que en 1573 se formaron en el territorio brasileño dos gobiernos separados. El del norte con jurisdicción sobre todas las capitanías septentrionales, desde IIheos hasta Itamaracá, tenía su capital en Bahía, e incluía la naciente región azucarera de Pernambuco. Por su parte la del sur abarcaba las donatarias de Porto Seguro, Sao Vicente, Sancto Amaro, Río de Janeiro y Espíritu Sancto, con sede oficial, en Sao Sebastiao, en la bahía de Guanabara. Como gobernadores generales fueron designados Luiz de Brito de Almeida, para la del norte, y Antonio de Salema en la del sur. Al parecer el breve experimento de las dos administraciones no reportó a la Corona los resultados apetecidos, pues en 1578 el gobierno colonial se reunificó en Bahía al ser  nombrado Lourenco da Veiga como nuevo governador peral.

Efectos de la dominación española en Portugal

Desde fines del siglo XVI comenzó la decadencia de Portugal como metrópoli colonial, proceso acelerado por la dominación hispana sobre el trono lusitano. En 1581 el soberano español Felipe II se las arregló, gracias a su parentesco con la casa reinante en Lisboa –era nieto materno de uno de los últimos reyes portugueses-, para hacerse con el poder en el vecino reino ibérico después de la muerte del joven monarca Sebastiao. La unión de las coronas de España y Portugal en la persona de Felipe II estaba condicionada por el respeto absoluto a los derechos portugueses sobre sus colonias, garantizándose además la vigencia de todas las leyes y costumbres lusitanas. De esta manera, España y Portugal tuvieron un solo gobierno durante 70 años, por lo que la política oficial de ambos Estados europeos se encaminó en una misma dirección; aunque el hecho de que las principales decisiones se tomaran en Madrid  y no en Lisboa, terminaría por perjudicar los intereses coloniales de Portugal.

El primer governador peral de Brasil nombrado por Felipe II fue el notable portugués Manuel Telles Barreto. En mayo de 1583 sustituyó en la administración colonial a una especie de gobierno provisional, integrado por el obispo, el oidor general y el senado da camara de la villa del Salvador, creado en 1581, tras el inesperado fallecimiento de Lourenco da Veíga. A Telles Barreto le sucedió en 1588 el donatario de IIheos, Francisco Giradles, quien a su vez fue reemplazado en 1591 por Francisco de Sousa. Los siguientes gobernadores fueron Diego Botelho, entre 1602 y 1607, y Diego Meneses de 1607 a 1612. De esos años, comprendidos entre fines del siglo XVI y principios del XVII, datan precisamente los éxitos portugueses en la colonización de amplios territorios del norte y del noroeste, en particular de Paraiba, Sergipe, Río Grande do Norte; Ceará, Piaui, Maranhao, Pará, junto con la agudización de las contradicciones con las emergentes potencias coloniales europeas.

La fusión de las coronas de España y Portugal provocó, entre otras consecuencias, que los enemigos de un reino se convirtieran automáticamente en los del otro, por lo que se incrementaron los conflictos con los representantes de Inglaterra, Francia y Holanda. En lo que se refiere a la primera de esas tres potencias, cabe mencionar que entre 1578 y 1604 grupos de filibusteros y contrabandistas ingleses visitaron con frecuencia las costas de Bahía, Sao Vicente y Pernambuco, destacándose en esas correrías las expediciones comandadas por Edward Fenton, Robert Withrington, Thomas Cavendish y el afamado explorador Sir Walter Raleigh.

Por su parte, la lucha contra los franceses estuvo inscrita dentro del ya viejo problema creado por los constantes intentos de los armadores y comerciantes de Bretaña y Normandía, para apoderarse de extensas zonas del litoral brasileño. Los traficantes franceses habían sido expulsados manu militari de Río de Janeiro y demás territorios sureños, lo que los obligó a concentrar todos sus esfuerzos en la conquista del litoral comprendido entre Paraíba y el Amazonas. Fue dentro de esa área, en las tierras de la isla de Maranhao (Sao Luiz), formada en la desembocadura de los ríos Mearím e Itapecurú, donde floreció desde 1594 una activa factoría francesa que estaba llamada a ser el eje de la colonización de esa zona. En 1610 llegó a la Francia Equinoccial, como se denominó a la región, una expedición encabezada por el hugonote Daniel La Touche, señor de La Revardiere. Al contar con la protección de la corte de París, La Touche logró atraer a cientos de colonos con los cuales edificó, dos años después, la villa de Saint Louis en Maranhao.

Para detener a los franceses en la región septentrional de Brasil, los portugueses iniciaron desde fines del siglo XVI una febril ofensiva colonizadora que permitió la fundación en 1599 de la villa de Natal (Río Grande do Norte), así como las poblaciones de Nova Lisboa y Fortaleza en 1603 y 1612, respectivamente, ambas en Ceará. Después los portugueses se lanzaron a la lucha para liquidar el baluarte francés de Maranhao, tarea nada fácil, pues los colonos de Saint Louis habían sabido ganarse la amistad de los indígenas. Los combates entre las fuerzas francesas y las ibéricas se desarrollaron durante la administración de Gaspar de Sousa (1612-1617) y culminaron en noviembre de 1615 con un entendimiento. El acuerdo estipuló, entre otros puntos, que los colonos franceses podían permanecer en Maranhao, siempre que reconocieran la soberanía lusitana. Realmente el compromiso de 1615 puso fin a la presencia de Francia en el amplio litoral brasileño, y los franceses quedaron desde entonces relegados al área de las Guayanas. El avance colonizador portugués culminó en 1616, al fundarse en la margen oriental del río Pará la villa de Belem, frente a la isla de Marajá, en la boca del Amazonas. La completa ocupación lusitana de la franja litoral comprendida entre  las islas Maranhao y Marajó, alcanzada hacia 1623, convirtió por el momento al caudaloso Amazonas en una verdadera frontera septentrional de los dominios portugueses en América.

No obstante estos logros, el factor de que las nuevas capitanías reales de la costa norte estuvieran tan distantes del gobierno central ubicado en Bahía, contribuía a propiciar levantamientos indígenas y ataques filibusteros difíciles de sofocar con una estructura administrativa tan excesivamente centralizada. Por tal motivo, en 1621 se creó un gobierno específico para los territorios del norte, que agrupó a Ceará –incluyendo Piaui-, Maranhao y Pará, al frente del cual se designó en condiciones de gobernador general a Francisco Coelho de Carvalho. Paralelamente se mantenía la administración de Bahía donde Diego de Mendoza Furtado (1622-1624) sustituyó al último gobernador con jurisdicción sobre todo Brasil: Luiz de Sousa (1617-1622). De esta forma, el imperio colonial portugués en América quedaba dividido de nuevo en dos grandes gobiernos, uno en Bahía con 12 capitanías y en Maranhao, con 3, otro.

La otra potencia europea que también por aquella época acometió incursiones por la costa brasileña fue Holanda. Desde 1584, navíos procedentes de los Países Bajos recorrían habitualmente el litoral de Brasil, en cumplimiento de misiones mercantiles o para realizar acciones propias de piratas y filibusteros. Las actividades de los audaces navegantes holandeses eran, en fin de cuentas, solo el preámbulo de una  empresa de mayor envergadura: la conquista de Bahía y Pernambuco.

Ocupación holandesa

La historia de la dominación holandesa en los ricos territorios brasileños de Bahía y Pernambuco se inició, en cierta medida, cuando los portugueses fueron desplazados de muchas de sus posesiones en Asia y África, a raíz de la unión de las Coronas de España y Portugal. Esos cambios fueron propiciados involuntariamente por Felipe II en 1594, al decretar el cierre de los puertos ibéricos a los holandeses, que impulsó  a los comerciantes de los Países Bajos a acudir sin intermediarios a las fuentes de su anterior comercio con los portugueses. Las ganancias que de esa actividad se derivaron para la Compañía de las Indias Orientales –fundada en 1602- indujeron a los holandeses a crear una asociación similar para atender los negocios del nuevo mundo. A esos efectos, el L de junio de 1621, se estableció en Ámsterdam la Compañía de las Indias Occidentales, con capitales aportados por banqueros, comerciantes y armadores calvinistas y judíos. La empresa se concebía bajo idénticas líneas que su predecesora oriental, disfrutando de un monopolio que le otorgaba el derecho exclusivo al comercio por la costa oeste de África y por todo el litoral americano. Debe añadirse que la compañía de las Indías Occidentales era un negocio privado, que funcionaba al margen del Estado, bajo la administración de su propio Consejo General. La existencia de dicha asociación mercantil imprimió nuevos bríos a las aventuras holandesas en este lado del globo, en especial después que se reanudó la guerra (1621-1640) entre los reinos de la península ibérica y los Países Bajos. La coyuntura favoreció que se cumplieran los objetivos fundamentales para los cuales había sido formada la Compañía de las Indias Occidentales: apropiarse del lucrativo tráfico de las maderas tintóreas y del azúcar, y contribuir mediante la guerra al debilitamiento de España y Portugal.

El primer ataque importante de los holandeses a los dominios ibéricos en América se efectuó el 9 de mayo de 1624, cuando se presentó en Bahía una nutrida flota de guerra –23 navíos de gran porte, 500 piezas de artillería y más de 3 000 hombres, entre soldados y marineros- bajo el comando de Jacob Willekens, Pieter Heyn y Hans Van Dorth. La entrada en la villa del Salvador se logró con relativa facilidad. El propio gobernador Diego de Mendoca Furtado fue hecho prisionero y enviado a Holanda, mientras el grueso de la población se negaba a someterse a los invasores y rechazaba las invitaciones conciliadoras del jefe holandés Van Dorth. Muchos colonos huyeron desordenadamente así el interior, buscando refugio en los ingenios y aldeas indígenas de  las cercanías. Con el tiempo se juntaron bajo la dirección del obispo Marcos Teixeira, organizándose la resistencia en guerrillas que, aun cuando nunca lograron por sí sola la expulsión de los holandeses, al menos pudieron restringir el área en poder de los invasores y ocasionar la muerte del propio gobernador holandés Van Dorth. Entretanto, el gobierno de Madrid no se cruzaba de brazos. Preparó y envió a éste hemisferio un impresionante contingente militar, integrado por 27 barcos y unos 4 000 portugueses, al mando de Manuel de Meneses, junto a 40 navíos y 8 000 soldados españoles encabezados por Fradique de Toledo Osorio. La llegada a las agua de Bahía de tan poderosa escuadra ibérica, el 29 de marzo de 1625, representó para los sitiadores una ayuda vital, que forzó a los holandeses a la rendición, tras casi un mes lucha. Reconquistada la plaza, Matías de algún crédito que fue nombrado gobernador provisional, hasta que un año después ese alto cargo recayó en Diego Luis de Oliveira,  conde de Miranda, quien lo ostentó de 1626 a 1635.

Pese al estrepitosos derrumbe en Bahía, la Compañía de las Indias Occidentales no se desalentó, prosiguiendo con sus planes para adquirir una colonia en Brasil. Así se sucedieron varios intentos destinados a conquistar Paraiba 1 625), Ceará (1 626) y Pará (1629),  con resultados peores a los obtenidos en la aventura de Bahía. El único éxito de los Países Bajos, antes de emprender la ocupación de Pernambuco, se produjo en ocasión de un segundo ataque, de carácter más bien punitivo, a la  villa de Salvador, realizado por Pieter Heyn en 1627.

Otro fue el desenlace de los proyectos de la compañía de las Indias Occidentales en relación con Pernambuco, principal centro azucarero de Brasil. El 12 de febrero de 1630 una gran armada holandesa, esta vez compuesta por 70 barco y más de 7000 hombres, comandado por Endrik  Lonck, se presentó en las costas de Pernambuco, delante de Olinda y Recife. La oposición portuguesa fue encabezada por Matías de Albuquerque, quien a pesar de su tenacidad no pudo impedir que ambas plazas del noroeste cayeran en manos de los invasores. Pero la lucha no concluyó allí. A escasos kilómetros de las poblaciones holandesa se organizó la resistencia, que agrupó a los dueños de ingenios y sus esclavos, así como las tribus indígenas de los alrededores. El 4 de marzo de 1630, en el Arraial del Bom Jesús, a poca distancia de Olinda y Recife, los colonos fortificaron una especie de cuartel general. La contienda se prolongó por dos largos años, durante los cuales se registraron encarnizados combates terrestres y una importante batalla naval el 12 de septiembre de 1631, acciones que sirvieron para detener durante un tiempo el avance holandés sobre Paraiba, Natal y Río Grande do Norte.

Sin embargo, a los propietarios de los ingenios azucareros se les hacía imposible prolongar indefinidamente la diestra de sillas la guerra de guerrillas sin atender sus plantaciones, mientras España mantenía una actitud pasiva y los  holandeses, en cambio, recibían constantes recursos y refuerzos del exterior. En tal situación muchos senhores de engenho desanimaron y comenzaron a hacer transacciones, más o menos secretas, con lo invasores. Un caso sintomático de desmoralización lo constituyó la traición de Domingos Calabar, quien al pasarse al campo enemigo resultó un auxilio inapreciable a los holandeses para casar a los defensores de Pernambuco. Debilitado el bando portugués, los invasores construyeron el fuerte de Orange, cerca de la isla de Itamaracá, y avanzaron en forma sucesiva sobre Río Formoso, Itamaracá, Porto Calvo (Alagoas), Río Grande  do Norte, Paraiba y el fuerte Portal de Nazareth. Inclusive el campamento del Bom Jesús cayó el 3 de julio de 1635.

Cuando Matías de Alburquerque comprendió que no podía continuar la lucha, debido a que una parte de las dueños de ingenios prefería pactar con el enemigo antes que seguir afectando sus intereses personales, anunció que se retiraría Pernambuco rumbo al sur, haciendo un llamado para que le siguieran todos los que estuvieran dispuestos a sacrificarse, en aras de mantener la fidelidad a la patria y la religión. Una heterogénea multitud, calculada en varios miles de personas, entre los que se encontraban algunos dueños de ingenios con sus dotaciones, colonos e indios, llevando consigo sus animales domésticos y ciertos bienes, emprendió un impresionante éxodo que los conduciría hasta las márgenes del río Sao Francisco. En esa zona la guerra pronto adquirió un marcado carácter popular, lidereada por el negro Henrique Días, el cacique indígena Poti y el propio exgobernador portugués Matías de Albuquerque.  Luego de esta dramática retirada, los holandeses le enfrascaron en la tarea de afianzar sus posiciones en Nueva Holanda, que ya abarcaba áreas de cuatro antiguas capitanías portuguesas: Río Grande  do Norte. Paraiba, Itamaracá y Pernambuco, guarnecidas en el norte por la fortaleza de la Natal  y al sur por el fortín de Porto Calvo.

En los cinco primeros años del arribo de los holandeses al noreste, la conquista de Pernambuco solo generó pérdidas a la  Compañía de las Indias Occidentales. Para poder reiniciar sin obstáculos la actividad económica de la colonia, granjeándose el  favor de la población, los holandeses ofrecieron a todos los habitantes de las zonas ocupadas plena seguridad a sus vidas y bienes, derechos iguales, libre práctica religiosa y el mantenimiento de los impuestos tradicionales. Estas concesiones eran necesarias, ya que la industria de Pernambuco estaba completamente desarticulada y su  producción había desminuido a un tercio, comparada con el período anterior. La crisis económica no desanimó a los comerciantes holandeses, que empezaron a ser negocio con el azúcar y también por el palo brasil, pese a que este último artículo era monopolio de la compañía de la Indias Occidentales. Por entonces la actividad más rentable para los holandeses -especialmente para la propia Compañía- estaba relacionada con las acciones de corsarios y piratas. Por ejemplo, solo entre 1632 y 1636 fueron asaltados más de 500  buques ibéricos por aventureros holandeses que gozaban de una licencia especial concedida por la mencionada Compañía.

El primer gobernante oficial de la colonia holandesa en Brasil fue el príncipe de la Casa de Orange Johan Maurits,  conde de Nassau-Siegen, quien llegó a Recife el 23 de enero de 1637. Durante su mandato, la villa de Recife creció considerablemente,  desplazando a la destruida Olinda, víctima de la guerra entre holandeses y portugueses. Incluso, de las ruinas de los edificios y conventos de Olinda salieron los materiales de construcción que permitieron la ampliación de Mauricia (Recife). La presencia en suelo brasileño del príncipe de Orange dio nuevas fuerzas a la ocupación holandesa Pernambuco. No tardó en ampliarse el área efectivamente ocupada por los invasores, en particular con la adquisición de Ceará y Sergipe -que elevaron a siete las capitanía sometidas-, conquistas que, pese a su significado, no pueden ron acabar la nueva derrota holandesa en Bahía (abril de 1638), frente a la fuerzas movilizadas por el gobernador general de Brasil Pedro da Sylva (1635-1639).

Simultáneamente Pernambuco ocupaba otra vez un privilegiado lugar en la producción de azúcar, gracias a una política flexible con los dueños de ingenios, a los cuales la Compañía de las Indias Occidentales otorgaba créditos y facilidades comerciales. Para redondear la reactivación del negocio azucarero, los holandeses conquistaron en África las posesiones portuguesas de Guinea (1638) y Angola (1641), y estuvieron de allí los esclavos que imperiosamente reclamaban las plantaciones brasileñas. Por otro  lado, la captura de la isla de Curacao en 1634 suministró los Países Bajos  una estratégica base comercial y el mar Caribe.

Mientras tanto, arribaba a Bahía en junio de 1640 Jorge de Mascarenhas, marqués de Montalvao, que fue el primer gobernante de Brasil en recibir los títulos de virrey y capitán de la tierra y el mar. Tan altas investiduras de nada le valieron frente a los trascendentales cambios políticos acaecidos en Portugal y que pusieron en crisis su mandato, por lo que fue sustituido –tras una breve regencia provisora- por Antonio Telles da Silva (1642-1647).

Esos acontecimientos se referían a la sublevación independentista que estalló en el reino lusitano, librándolo de la dominación española y elevando al trono portugués al duque de Braganca, proclamado rey con el nombre de Joao IV. La noticia fue bien recibida por los holandeses, pues la separación de España y Portugal significaba un sustancial reducción del poderío de su tradicional enemigo hispano. Además, la corte de Lisboa estaba ansiosa de cultivar relaciones pacíficas con los incansables adversarios de España, elemento que ofreció basamento a la firma, el 12 de junio de 1641, de un armisticio por 10 años concertado entre los Países Bajos y Portugal.

Estos hechos condujeron irremisiblemente a una apreciable disminución de la influencia de la Compañía de las Indias Occidentales, debido, entre otras razones, a que la asociación, con sede en Ámsterdam, estaba concebida en los límites de la lucha holandesa contra la alianza de los reinos ibéricos. Perdida parte de la otrora grandeza de la Compañía, esta exigió al príncipe de Orange que pusiera término a su política tolerante hacia los súbditos portugueses, con vistas a recrudecer la explotación de la colonia. La incesante presión de la Compañía, unido a una falta de apoyo militar –que ocasionaría la pérdida del norte de Brasil en la guerra de Maranhao (1642-1644) y restringiría el área de Nueva Holanda-, causaron la renuncia del conde de Nassau-Siegen. La salida del prestigioso gobernador de la casa de Orange (mayo de 1644) era, en cierto modo, el principio del fin de la ocupación holandesa en Pernambuco.

Insurrección de Pernambuco

Con el propósito de ampliar la explotación de los portugueses y sus descendientes, radicados en la colonia de Pernambuco, la Compañía de las Indias Occidentales dio plena libertad de acción a sus representantes. Para conseguir un aumento sustancial de las utilidades, se convirtieron en hechos cotidianos los actos de arbitrariedad, discriminaciones y las persecuciones religiosas, cortando la raíz el casi idílico período de gobierno del príncipe de Orange. Esas medidas abusivas pretendían crear un ambiente de inseguridad entre los habitantes de Nueva Holanda, que, permitiera amedrentar a los dueños de ingenio para que efectuaran, sin más dilatación, el pago de las deudas contraídas con la Compañía en la compra de esclavos. Cuando los colonos no podían satisfacer las demandas, los funcionarios coloniales confiscaban sus bienes y en ocasiones llegaban a encarcelarlos.

El efecto de esta desatinada política expoliadora fue que muchos senhores de engenho, los cuales de buena gana habían aceptado la soberanía holandesa para continuar realizando sus negocios, ahora rechazaran a los ocupantes foráneos, al ser afectados sus sagrados intereses económicos. Inclusive, algunos hacendados llegaron a atrincherarse en sus tierras, para oponerse con las armas en la mano a las expropiaciones que efectuaban los representantes de la Compañía. Como es de suponer, estos acontecimientos echaran las bases para la reconciliación entre los dueños de ingenios del noroeste, pues los viejos plantadores que habían emigrado en 1635 con Matías de Albuquerque añoraban el retorno a sus posesiones, mientras que aquellos que habían pactado con los holandeses eran ahora las principales víctimas del despojo de los funcionarios coloniales. La existencia de un enemigo común, creado por los excesos de la dominación holandesa, permitió la unificación de todos los afectos y allanó el camino para el estallido de la lucha.

A pesar de que la Corona portuguesa había reconocido oficialmente la presencia de los Países Bajos en Brasil, los senhores de engenho, en su mayor parte hijos de portugueses, comenzaron a organizar un vasto movimiento de liberación. El líder de la conspiración era un inmigrante de Madeira, Joao Fernández Vieira, a quien pronto se le conocería como el “Gobernador de la Libertad”. Vieira era un veterano del Arrabal del Bom Jesús, que se había acogido a la amnistía dictada por los holandeses y transformado en un acaudalado propietario de Pernambuco. Disgustado con la nueva política desarrollada por la Compañía de las Indias Occidentales, pronto se convirtió en el máximo exponente del resentimiento antiholandés de los plantadores del noroeste.

Después de varios meses de intensos preparativos, la rebelión estalló en junio de 1645. En un principio el cuartel general de los sublevados estuvo ubicado en el valle de Capiberibe, pero la feroz ofensiva holandesa llevada a cabo por los coroneles Hous y Blaer, obligó a los colonos a establecer su campamento en un lugar más protegido, a unos 15 kilómetros de Recife, en los montes de las Tabocas. La batalla decisiva por el control de esa zona se libró el 3 de agosto y fue un resonante éxito para los seguidores de Viera. Transcurridas dos semanas, el 17 de agosto, los holandeses recibieron una nueva lección militar en el combate efectuado en tierras del ingenio Casa Forte. Los triunfos sucesivos alcanzados por el ejército guerrillero formado por los plantadores levantó los ánimos de los pobladores del noroeste y permitió encender la sublevación por todo Pernambuco, así como en las regiones vecinas de Sergipe y Alagaos. Muy pronto los efectivos de la Compañía de las Indias Occidentales recibieron otro duro golpe al perder Olinda y luego con la caída en escalera de los fuertes de Portal de Nazareth, Porto Calvo y Mauricio, a manos de fuerzas comandadas por el rico hacendado André Vidal de Negreiros. Estas victorias entregaron a los colonos vastas áreas del interior y dejaron a los soldados holandeses refugiados tras las gruesas murallas de Recife. Algo por el estilo sucedió cuando el movimiento se extendió a las capitanías del norte, donde los campos no tardaron en quedar en poder de los sublevados, mientras las fuerzas de la Compañía de las Indias Occidentales tenían que parapetarse tras las fortificaciones costeras de Río Grande do Norte, Paraiba e Itamaracá.

Para detener el avance incontenible de los colonos, la asociación de Ámsterdam envió a Racife apreciables refuerzos militares, llegados a su destino el 1ro de agosto de 1646. Eran unos 2 000 hombres al mando de Sigemundt van Schkoppe. La aparición en Pernambuco de este numeroso contingente permitió a los holandeses recuperar el papel activo en la lucha: emprendieron operaciones ofensivas sobre diversos puntos del litoral, junto con un ataque a Bahía en enero de 1647. Después, los holandeses se lanzaron hacia el interior y chocaron con los colonos el 19 de abril de 1648 en la batalla de los Guararapes, una cadena de colinas a pocos kilómetros al sur de Recife. El combate fue un triunfo indiscutible para los sublevados. Se destacaron en la acción André Vidal de Negreiros y el negro Enrique Días. Casi un año después, el 19 de febrero de 1649, tuvo lugar la segunda batalla de los Guararapes, con idéntico resultado a la anterior y que costó a los holandeses la pérdida de toda iniciativa estratégica. En este último encuentro se distinguió el jefe portugués Francisco Barreto de Meneses, que en 1648 había sido enviado subrepticiamente por la corte de Lisboa para ponerse al frente de la rebelión de Pernambuco.

Pese a la supremacía militar alcanzada por lo colonos, la  lucha todavía se prolongó durante varios años, aunque los holandeses solo controlaban ya algunas pocas plazas enclavadas en el litoral. Allí se sostenían gracias al constante aprovisionamiento marítimo y a la difícil posición del monarca portugués Joao IV, que a toda costa buscaba evitar una nueva guerra con Holanda. Por esa razón, Portugal se veía obligado hacer ciertas concesiones y a mantener una prolongada negociación con los representantes de los Países Bajos, en aras de una solución al conflicto aceptable para ambos gobiernos.

Al margen de esas consideraciones de la política europea, los sublevados hacían planes para liquidar definitivamente el baluarte holandés de Recife. Con vistas a lograrlo, era necesario la combinación de un ataque terrestre y marítimo, para lo cual se requería la movilización de una cantidad de recursos que los colonos no poseían. Por fin, en diciembre de 1653, la ocasión propicia se presentó cuando apareció a la altura de Olinda una poderosa flota lusitana -13 navíos de guerra y 64 buques mercantes- con rumbo a Bahía. La escuadra pertenecía a la Companhia dos Comercios do Brasil, creada en 1649 por el rey Joao IV para impulsar el tráfico comercial con sus posesiones americanas.

En ese momento la situación en el viejo continente había cambiado, en virtud del estallido de la guerra entre Inglaterra y los Países Bajos (7 de julio 1652). Gracias a esta inesperada coyuntura, los jefes del ejército formado por los plantadores –Barreto, Vieira y Vidal de Negreiros- lograron el apoyo de los capitanes de la armada portuguesa Pedro Jaques de Magalhaes y Francisco de Brito Freire. El ataque conjunto de ambas fuerzas, iniciado el 15 de enero de 1654, arrolló las defensas holandesas. El 28, tras varios días de negociaciones, las tropas de Van Schkoppe capitularon.

La victoria de los colonos de Pernambuco reveló, entre otras cosas, el poderío de los sueños de ingenio, capaces de levantar un vasto movimiento popular contra los ocupantes extranjeros, sin necesidad de contar prácticamente con la ayuda de las autoridades portuguesas. En esa lucha ocuparon sitio todas las clases y grupos sociales de la colonia, en particular los explotados trabajadores negros y las tribus indígenas. De esa forma, la guerra contra los holandeses contribuyó al surgimiento de cierta comunidad de intereses entre todos los habitantes del noreste, como símbolo de la sociedad criolla en proceso de formación y de la naciente distinción entre portugueses y naturales de Brasil. Pero el despertar de la conciencia nacional estaba lejano, pues era todavía un confuso sentimiento en el que se mezclaba la fidelidad a la Corona de Portugal con el amor al suelo patrio.


El Quilombo de los Palmares

Los primeros actos de rebeldía de los esclavos en Brasil se remontan a  los mismos inicios de la dominación colonial portuguesa, o más exactamente, al comenzar la explotación de la fuerza de trabajo africana en las plantaciones de caña de azúcar. Las circunstancias históricas de la época no dejaban otra salida a los oprimidos trabajadores negros que la fuga individual o colectiva de las fazendas. Por lo general, los esclavos que escapaban de las dotaciones se internaban en las selvas, llanuras y montañas, donde eran bien recibidos por los indios, que les brindaban tierras y amistad. Al no poder vivir mucho tiempo aislados, los cimarrones organizaban comunidades autónomas, que de hecho se convertían en verdaderos centros de liberación social. Durante el siglo XVI ya existían varios refugios estables de este tipo –llamados palenques o en Brasil quilombos, palabra de origen africano que literalmente significa campamento-, ubicados en intrincadas áreas del interior.

Una prueba de la magnitud alcanzada por las frecuentes huidas de esclavos lo constituye el decreto real del 6 de enero de 1574, mediante el cual la Corona  lusitana regulaba la devolución de los negros fugitivos a sus antiguos poseedores. Por otro lado, el primer palenque de que se tiene noticias en Brasil estuvo enclavado en la capitanía de Bahía y fue liquidado en 1575 por los efectivos militares movilizados por el gobernador Luiz de Brito y la Almeida.

El quilombo más importante organizado en el territorio brasileño, durante las cuatro centurias que duró la esclavitud, se  conformó  en las décadas iniciales  del siglo XVII, precisamente cuando era implantada  la aborrecible  institución  esclavista  en la región  de Alagoas, al sur  de Pernambuco. Huyendo de la dura vida  de las plantaciones  de caña,  cientos de trabajadores negros se evadieron  hacia una zona  d la selva dotada  de vegetación  exuberante  y muchas palmeras,  a la que por este  motivo denominaron  Los palmares. Esa región estaba situada en forma casi paralela  al litoral marítimo,  en las vertientes  orientales  de la sierra de las Barrigas,  a unas  30 leguas  de las costa,  entre  el río Sao Francisco  y el cabo de Sancto Agostinho. De manera  convencional ha sido escogido  el año  1630 como la fecha  de fundación  del quilombo  de los Palmares,  pues todo parece indicar  que su nacimiento estuvo relacionado  con los inicios de la  ocupación  de los Países  Bajos  en Pernambuco. La guerra  sostenida  por los  portugueses  y sus  descendientes contra los holandeses, desarticuló el sistema de explotación vigente en las plantaciones del nordeste. Cierto relajamiento en la férrea disciplina de los ingenios, unido a la activa participación de los esclavos en la lucha –arrastrados a la contienda por los senhores de engenho-, creó condiciones propicias para las fugas hacia los bosques vírgenes.

Refugiados en Los Palmares, los exesclavos construyeron sus viviendas o mocambos agrupándolas en varías aldeas, protegidas por toscas empalizadas de manera. Allí la vida pronto se regularizó, a imagen y semejanza de las costumbres africanas. De ahí que las principales faenas del quilombo se realizaron en forma colectiva y el producto de ellas se repartiera equitativamente entre los pobladores libres. Esas actividades iban desde el cultivo de la tierra y la caza, hasta el contrabando con las vecinas villas portuguesas, así como los ataques y saqueos a las plantaciones de la costa. Gracias a esas labores se obtenía cierto excedente que iba a parar a manos de la naciente casta  dominante, integrada por los jefes y sus familias, lo que constituía un síntoma innegable de la estratificación social a que el quilombo estaba abocado. Los gobernantes de las aldeas, elegidas a perpetuidad, formaban una especie de poder despótico central y gozaban de una autoridad parecida a la de los reyezuelos de África o los caciques indígenas. Por debajo de esa incipiente élite se encontraban los demás habitantes, libres o esclavos, del palenque. La diferencia entre unos y otros se fundamentaba en que los primeros llegaron a Los Palmares por su propia voluntad, mientras que los segundos habían sido capturados en las frecuentes razzias a las plantaciones, de ahí que fueran considerados como una especie de prisioneros de guerra. No obstante, ellos también podían alcanzar su libertad si traían nuevos esclavos al palenque.

En su etapa de mayor esplendor, en la segunda mitad del siglo XVII, el quilombo de Los Palmares llegó a tener cerca de 10 aldeas fortificadas, regidas cada una por su propio gobierno y con una población total calculada en varios miles de habitantes. Las agrupaciones de mocambos más sobresalientes eran Macaco, Sucupira Zambi, Tabocas, Andalaquituche, Aqualtune, Osenga y Dambrabanga. El poblado de Macaco era algo así como la capital de todo el palenque y estaba enclavado en el lugar donde hoy se levanta la ciudad de Uniao, en la propia sierra de las Barrigas, a orillas del río Mudaú. Macaco era también la residencia de los jefes del quilombo, el más famoso de los cuales fue Ganga Zumba.

Una de las primeras expediciones enviadas contra Los Palmares fue preparada durante el mandato del príncipe de Orange en Pernambuco. En esa oportunidad, enero de 1644, el conde de Nassau-Siegen lanzó un gran contingente militar comandado por Rodolfo Baro, quien logró destruir dos aldeas y matar a decenas de esclavos fugitivos. Otro fue el resultado del destacamento punitivo holandés que marchó contra el palenque un año después, ya que a su paso solo, encontró mocambos abandonados por sus moradores, que tácticamente se replegaron hacia las áreas más tupidas de la selva, en espera de la retirada de sus perseguidores.

Terminada la dominación de los Países Bajos en Brasil, los portugueses organizaron su primera expedición en 1667. Para tratar de destruir el quilombo se movilizó un numeroso destacamento, puesto a las órdenes del maestre de campo Zenobio Acciol y de Vasconcelos, quien desarrolló una ofensiva equivocada sobre áreas exteriores del palenque, en el que solo encontró algunos mocambos vacíos. Tras el fracaso de esta nueva campaña, la iniciativa de la lucha contra el refugio cimarrón pasó a las villas cercanas al quilombo en especial Porto Calvo, Alagoas, Serinhaem y Penedo. Una de las columnas de castigo organizadas por estos poblados atacó el palenque en 1671 y logró establecer combate con las defensas de Los Palmares, pero sin poder entrar en las principales aldeas. La acción causó decenas de muertos entre los esclavos fugitivos y sus familias, fueron capturados cerca de 200 prisioneros. No obstante, esa fue una victoria pírrica, pues se estima que hacia 1674 se habían estrellado contra el quilombo más de 25 expediciones militares.

Después de tan serios reveses, los portugueses decidieron tomar algunas medidas que permitieran la destrucción definitiva del palenque de Alagoas.  Así se dispuso que los cimarrones capturados en el quilombo fueran repartidos entre los soldados, descontado por supuesto el quinto real. Además, se determinó reforzar los contingentes militares que iban a pelear contra los exesclavos no solo con mejores armamentos, sino también con soldados de piel cobriza y oscura, como una parte del Tercio de Hombres Negros capitaneado por Enrique Días, que había desempeñado un destacado papel en la lucha contra los holandeses. Hacia 1675 medidas empezaron a darsus frutos con la irrupción en el quilombo de las tropas de Manuel Lopes. Venciendo la obstinada resistencia de las guerrillas del palenque, los efectivos portugueses pudieron asaltar el pueblo de Macaco e infligir a sus habitantes la primera derrota de envergadura.

Mayor ímpetu cobró la ofensiva contra el quilombo cuando esta quedó bajo la dirección del capitán Fernao Carrillo, quien anteriormente había obtenido gran éxito en la destrucción de palenques en la región de Sergipe. El ataque principal se efectuó el 4 de octubre de 1677. Fue un triunfo para las armas portuguesas: extensas áreas de cultivos y decenas de mocambos quedaron totalmente arrasados, y resultó herido en el  combate el propio Ganga Zumba. Como culminación de la campaña se impuso al quilombo un entendimiento, pactado en secreto con los principales jefes cimarrones. El 18 de junio de 1678 Ganga Zumba se acogió a esa especie de amnistía tramitada por Carrilho y a cambio de ciertas promesas y privilegios se comprometió a entregar Los Palmares a los portugueses. La lectura de las condiciones de la capitulación provocó una enérgica  demostración de repudio por parte de la población libre del quilombo. En pago por la traicion, Ganga Zumba fue ajusticiado por sus antiguos seguidores y sustituido por su sobrino Zumbí, quien estaba dispuesto a reconstruir el palenque y a proseguir la lucha.

La guerra se reanudó en toda su crudeza hacia 1679 y se extendió por varios años más, con derrotas y victorias para ambos bandos. Durante el gobierno de Zumbí se efectuaron varios asaltos portugueses al quilombo, que fueron dirigidos por el propio Carrillo, Gonzalo Moreira, Joao de Freitas da Cunha y Domingo Jorge Velho. Ya para entonces el monarca portugues se había visto en la necesidad de crear una tropa especial, entrenada en la lucha contra los baluartes de los esclavos fugitivos, a la que se llamó capitaes do matto.

La embestida final del palenque comenzó en 1694, bajo la jefatura de un experto paulista que desde 1687 combatía ininterrumpidamente contra Los Palmares: Domingo Jorge Velho. Un poderoso ejército de más de 3 000 hombres provenientes de Sao Paulo, Halagaos y Pernambuco, reforzado con varias piezas de artillería, fue lanzado contra el irreductible campamento negro. En poco tiempo las fuerzas de Domingo Jorge pusieron sitio al poblado de Macaco y envolvieron en un cerco de fuego a sus habitantes. De nana valieron las puntiagudas estacas y los fosos ocultos con que los cimarrones minaron los caminos de acceso al palenque. Imposibilitados de mantener por más tiempo el ametrallado reducto de la capital, convertido en una verdadera ratonera, los exesclavos protagonizaron entonces una retirada desesperada el 6 de febrero de 1694. El intento por escapar al asedio resultó un fracaso: al salir del área fortificada de la sierra de las Barrigas eran barridos por las armas enemigas. El cacique Zumbí logró evadirse con varias heridas en el cuerpo, hasta que en definitiva, el 20 de noviembre de 1695, fue sorprendido por una columna paulista perdió la vida el último de los legendarios jefes del quilombo. Lo poco que quedaba en pie del palenque fue destruido y los pobladores que no habían sucumbido en la lucha fueron devueltos, sin distinción de sexo ni edad, a la esclavitud. Para sirviera de escarmiento a los demás esclavos, la cabeza de Zumbí fue clavada en la punta de una estaca y exhibida, en macabro espectáculo, por las calles de Recife.

Una serie de factores explican el fracaso de Los Palmares. La falta de armamentos adecuados y sobre todo la carencia de una definida conciencia de clases, que permitiera la unión de todos los esclavos de la colonia contra sus opresores –como más tarde ocurriría en Haití-, dieron al traste con las posibilidades de triunfo del movimiento. A pesar de su trágico desenlace, la historia recoge al quilombo de Los Palmares como una de las manifestaciones más heroicas de las incesantes luchas de los esclavos de Brasil.


El problema de la fuerza de trabajo indígena

Al fomentarse la producción de azúcar en Brasil, los monarcas otorgaron amplias facilidades a los colonos y dueños de ingenios para utilizar la población indígena como mano de obra esclava. Con anterioridad, los donatarios habían sido beneficiados en el mismo sentido al concedérseles el derecho a vender indios y reducirlos a la esclavitud. Una disposición real de 1549, que ponía a los nativos bajo la “protección” de la Corona, no alteró en lo más mínimo el proceso de explotación de los aborígenes por los plantadores.

Las primeras restricciones efectivas contra los senhores de engenho, fueron promulgadas por Lisboa en la segunda mitad del siglo XVI. La aparición de tales limitaciones estaba directamente relacionada con la aparición en la América portuguesa de las misiones jesuitas. Los sacerdotes de la Orden fundada por Ignacio de Loyola esgrimieron el argumento de la libertad de los indios y de la necesidad de su evangelización frente a las pretensiones de los plantadores. Los jesuitas, como se sabe, no luchaban de manera totalmente desinteresada por la liberación del indio, pues con la campaña filantrópica encubrían el verdadero objetivo: monopolizar el uso de la fuerza de trabajo aborigen. En las reducciones los indios solo eran nominalmente libres, pues con métodos coercitivos se les obligaba a trabajar la tierra y entregar el producto a los jesuitas, por lo cual tenían que vivir sujetos a un duro régimen disciplinario.

Los dueños de ingenios y colonos, por su parte, reivindicaban la facultad de adquirir esclavos, sobre todo a través de guerras que ellos mismos provocaban contra los indios para cautivarlos. A la vez pretendían legitimar la esclavitud hereditaria del aborigen. Entre las posiciones antagónicas de los plantadores y los jesuitas, la Corona trató por lo general de mantener una actividad equidistante y contemporizadora, aunque en determinadas ocasiones el curso de los acontecimientos la obligaba a inclinarse de un lado u otro.

En el siglo XVI las pugnas por la utilización de la mano de obra indígena abarcaron toda la colonia brasileña, pero con el tiempo la disputa se redujo a los territorios del extremo norte y sur –es decir, Maranhao, Río de Janeiro y Sao Paulo- ya que la región central –específicamente Pernambuco y Bahía- satisfacía sus necesidades por medio de la importación de los esclavos africanos. Esta salida estaba, por el momento, vedada a los plantadores de las restantes áreas, quienes carecían de los capitales necesarios y de un ágil sistema de créditos.

En realidad la primera reglamentación oficial en relación con la posesión de los indios solo era, a pesar de sus postulados, un pretexto para facilitar a los plantadores la expoliación de los aborígenes. En aquella disposición, la Corona establecía tres formas por las cuales los nativos podían ser esclavizados. La primera como represalia contra las “tribus hostiles”, que eran reducidas a la obediencia mediante las llamadas guerras justas. Las otras dos formas tenían que ver con el tráfico de esclavos, sostenido por la venta de los indios  por sus padres  o mediante la supuesta  propia  voluntad  de los aborígenes.

Posiblemente la presión  de los jesuitas,  y la influencia  que debieron ejercer en  Lisboa las leyes  españolas sobre  indios –destinadas a limitar en el nuevo mundo  el poderío de los  encomenderos-,  condujo al monarca portugués  a dictar  verdaderas restricciones  a la explotación  indígena. Mediante una  Carta Abierta, fechada  el 20 de marzo de 1570, el rey declaró  abolido  el comercio  de esclavos indios y reconoció su derecho  de ser libres. Pero la aplicación consecuente  de esta medida  significaba  la paralización de buena parte  de la actividad  azucarera, lo que conduciría  no solo a la ruina  de la mayoría  de los dueños  de ingenios, sino también  a significativas pérdidas para la metrópoli. Reconociendo su equivocación, el monarca lusitano  dispuso en 1573 que, por el momento, el tráfico  de indios  no podía ser  enteramente suprimido,  pues  se afectaría la producción material de la colonia. Por tal motivo,  en 1574  el rey aprobó nuevas estipulaciones  para las cacerías  de esclavos,  que podían ser  autorizadas con la excusa de  luchar contra las “tribus  hostiles”. No obstante,  la misma  ley  agregaba  que los indígenas  de las misiones  eran jurídicamente  libres y solo podían  ser  subyugados  si escapaban  de las reducciones. Vale la pena  aclarar, que tal prohibición  nunca fue  acatada  por los cazadores de indios, quienes  constantemente  iban  hasta las misiones  en busca  de fuerza de trabajo.  Esas  incursiones  agudizaron  las contradicciones entre los seguidores de  Loyola  y los senhores  de engenho.

Los  decretos reales  de 1587 y 1595  subrayaron  el propósito  del gobierno lusitano de restringir  la esclavitud  aborigen,  probablemente  para que los colonos  tuvieran  que comprar  los trabajadores  africanos  que suministraba  la metrópoli. Todavía más lejos  llegó  la Corona  en los años de l605, 1608 y 1609, al declarar nuevamente  que todos los indios  eran libres; suprimiendo las demás  formas  de emancipación  de los nativos. El  temor de las repercusiones  que estas medidas  podían tener  sobre  las entradas fiscales,  incidió  nuevamente  sobre la  monarquía  lusitana.  Otra  ley,  dictada  en  16ll, y estuvo en vigor  por casi 40 años, retrotrajo el régimen  jurídico  a1574, ya que  reconocía  la esclavitud  aborigen  como resultado  de una “ guerra justa”. El acápite  más novedoso  de este decreto  real  fue la creación  de los poblados  de indios  “libres”- una copia de los resguardos hispanoamericanos-, surgida al calor de la unión de los tronos de España y Portugal. La aparición de este tipo de establecimiento en la América portuguesa –al igual que la española-, no varió sustancialmente la situación de los infortunados aborígenes, pues aquí eran obligados a trabajar en condiciones infrahumanas al servicio de la Corona e incluso, en ciertos casos, para el enriquecimiento personal de los gobernadores y otros corrompidos funcionarios coloniales.

En esos años eran frecuentes los asaltos de los cazadores de esclavos a las reducciones jesuitas –sobre todo las del Guairá, en el alto Paraná-, con la finalidad de obtener indios para venderlos en los mercados y plantaciones del litoral. La monarquía, imposibilitada de dictar medidas efectivas que frenaran las razzias paulistas, accedió a que los jesuitas pusieran en vigor en Brasil (1639) una bula papal del siglo XVI –destinada originalmente a Perú- en la cual se prohibía la esclavitud de los aborígenes so pena de excomunión. El decreto del Vaticano en mano de los jesuitas resultó un arma de doble filo: levantó airadas protestas en las principales villas sureñas, donde buena parte de la población vivía del comercio de indios. El 22 de junio de 1640, en Río de Janeiro, una turba se precipitó contra el colegio de los jesuitas y solo la oportuna intervención del gobernador Salvador de Sá e Benavides pudo impedir la expulsión de la Orden. A extremos más graves llegó el descontento de los colonos en Sao Paulo. En esta villa el levantamiento se produjo el 13 de julio y terminó con el destierro de los jesuitas. Algo parecido ocurrió en otras localidades meridionales tales como Sao Vicente y Santos. Las proporciones alcanzadas por el movimiento obligaron a los jesuitas a olvidar la bula papal y solo pudieron regresar a las poblaciones mencionadas después de 1653.

El fracaso reactivó la presión de los jesuitas sobre la corte portuguesa para lograr una legislación que contuviera las depredaciones de los cazadores de esclavos. Probablemente las gestiones fructificaron  cuando la Corona emitió en 1650 una nueva orden por la que disponía el examen de la situación legal de los indios. Se puntualizaba que solo se toleraría la esclavitud aborigen como secuela de una campaña contra las llamadas “tribus insumisas”, siempre que existiera la autorización previa de la Corona o de un funcionario de alto rango. En la práctica se volvía al statu quo de 1608-1609. Esta disposición levantó otra ola de indignación entre los colonos. En Maranhao, por ejemplo, los propietarios de esclavos obligaron al gobernador Baltasar de Sousa Pereira a desconocer la ordenanza y después enviaron una delegación a Lisboa (1652) para exponer sus quejas al rey. Una vez más la monarquía lusitana cedió ante las protestas de sus súbditos del nuevo mundo al emitir el decreto de 1654, que de cierta manera restablecía las estipulaciones 1574 y 1611.

Apenas un año después, los jesuitas, sin darse por vencidos, consiguieron que el rey firmara, el 9 de abril de 1655, una resolución que ponía a todos los indios bajo su tutela, salvo los capturados en una “guerra justa”. El decreto otorgaba además a los jesuitas el derecho a determinar cuándo una operación de este tipo podía ser autorizada, dejando a la Orden el control de las campañas contra las tribus indígenas. También los jesuitas recibían el manejo de las aldeas de indios “libres”, hasta entonces bajo la exclusiva administración estatal.

Los efectos de estas medidas fueron más violentos que en ocasiones anteriores. Los habitantes de Río de Janeiro intentaron destituir al capitán general, por sus estrechas relaciones con los jesuitas, el 8 de noviembre de 1660. A pesar del éxito inicial, el movimiento fue sofocado sin derramamiento de sangre por el propio gobernador, en abril de 1661. Por su parte, los cazadores de esclavos del Amazonas, disgustados con la presencia de un centro jesuita en Gurupá, que entorpecía sus incursiones por el sertao, apresaron a los misioneros y los expulsaron para Belem (Pará). Las respuestas del gobernador no se hizo esperar: encarceló a los responsables del incidente, que fueron desterrados de Maranhao, y restableció la reducción jesuita en Gurupá. En forma casi paralela, la agitación causada por el decreto de 1655 en otras partes de Maranhao provocó que el Senado da Camara de Belem dirigiera la toma del colegio jesuita y la expulsión de la Orden, no sin antes obligar a los seguidores de Loyola a firmar un documento por el cual renunciaban a inspeccionar las cacerías de esclavos. Para dirimir el conflicto, la metrópoli envió a un nuevo gobernador general, Ruy Vaz de Sequeira, quien arribó a la colonia el 25 de marzo de 1662 en compañía de 200 soldados. De inmediato Sequeira dictó una amnistía, hizo regresar a los jesuitas y suspendió las prerrogativas otorgadas por el decreto de 1655.

La completa tranquilidad no llegó a Maranhao hasta que se dio a conocer la disposición real del 12 de septiembre de 1663, que entregaba la supervisión de la guerra contra los indios a las municipalidades –dominadas por los ricos colonos-, mientras el control de las aldeas aborígenes se repartía  por igual entre todas las ordenes religiosas, las que a diferencia de los jesuitas, seguían una política conciliatoria con los dueños de ingenios.

Unos 20 años después, en abril de 1680, cuando el problema del empleo de la fuerza de trabajo aborigen parecía resuelto pera satisfacción de los plantadores, la Corona introdujo sorpresivamente nuevas reglamentaciones. Tres decretos sucesivos crearon a los colonos una situación peor que la de 1655; aunque se les reconocía los esclavos obtenidos en “guerras justas”, se reintegraba su chequeo a los jesuitas, a la vez que suprimía sin más subterfugios, cualquier otra forma de esclavitud aborigen. La misma ley regulaba el trabajo indígena en las “aldeas libres”. Cabe aclarar que los plantadores más afectados por la disposición de 1680 fueron los residentes en Maranhao,  ya que por entonces  en resto de Brasil  la utilización de la mano de obra  indígena estaba en franca  decadencia. Por añadidura,  en 1682  la Corona  autorizó  la creación de una compañía  comercial  monopólica,  controlada por un grupo  de negociantes portugueses. A esta empresa mercantil  lusitana se le entregaba  por 20 años  el derecho exclusivo  al comercio, en detrimento  de los habitantes  de Maranhao,  que debían vender sus  productos  a los precios leoninos  fijados por la Compañía.

Estas medidas,  más el reciente traslado de la capital del estado de Maranhao de Sao Luiz a Belem  crearon  un clima  de intranquilidad entre la población  de aquella villa.  No tardó  en organizarse una conspiración  lidereada  por un rico  propietario  de ascendencia  alemana  nombrado  Manuel Beckman. La noche del 23 de febrero de 1684,  en una reunión secreta  celebrada en el convento  de Sancto Antonio, se acordó  la deposición  de las autoridades coloniales  para evitar  que se siguieran  aplicando  las nuevas leyes reales  y las extorsiones  de la compañía  monopólica.  Cuando estalló  la sublevación,  los complotados  se apoderaron del Cuerpo de Guardia de la ciudad, del  colegio de los jesuitas  y los almacenes  de la odiada Compañía  do Comercio  do Estado  do Maranhao. Al  amanecer  del día  24 la villa de Sao Luiz  estaba en poder  de los colonos. Una  especie de Junta  de Gobierno –integrada  por Manuel  y Tomás  Beckman,  Eugenio Ribeiro,  Joao de Sousa y Manuel  Coutinho de Frietas – destruyó oficialmente  al gobernador, decretó  el fin de los estancos  de la compañía  comercial portuguesa  y la  expulsión  de los jesuitas.  Además para exponer  al rey las  quejas  de la colonia  fue enviado a Europa  Tomás Beckman, hermano del jefe del pronunciamiento, quien al llegar a Lisboa fue arrestado por las autoridades metropolitanas.

Con el transcurso de los meses el movimiento perdió fuerza, a la vez que quedaba circunscrito a Sao Luiz. Para aplastar la sublevación llegó el 15 de mayo de 1685 un nuevo gobernador, Gomes Freire de Andrade, acompañado de efectivos militares. El arribo de las tropas lusitanas alarmó a la mayoría de los participantes en la rebelión, que olvidaron a Beckman y buscaron refugio en sus fazendas. Al mismo Beckman no le quedó otro remedio que abandonar la villa y ocultarse en su ingenio de Mearim, lugar donde fue apresado por los portugueses. En castigo por su actuación en los sucesos, Beckman y Jorge de Sampaio fueron ejecutados el 2 de noviembre de 1685, mientras los demás involucrados recibían el perdón del rey Freire de Andrade restableció la legislación de indios, pero tuvo que aceptar la abolición de los estancos de la Compañía de Maranhao. La consecuencia más sobresaliente que se derivó de la sublevación de Beckman -aspecto en el que radica precisamente el contenido precursor del movimiento-, fue que por primera vez en la historia de Brasil los colonos desconocían a las autoridades coloniales y asumían en forma directa las riendas de la administración pública.

Los bandeirantes y la conquista del interior

Durante el  período de la dominación española en Portugal, los colonos de Brasil comenzaron su expansión sistemática al interior. Partían de las villas costeras para emprender la exploración del amplio territorio oculto por las montañas y colinas del litoral. Hasta ese momento la colonización lusitana no se había sentido fuera de la estrecha franja costera y siempre  dentro de los limites establecidos por el Tratado de Tordesillas. La unión de los tronos de España y Portugal no solo permitió el intercambio comercial entre las colonias ibéricas -que se manifestó a través de los viajes de los “cristianos nuevos”, de origen judío, a Hispanoamérica y de los peruleiros a Brasil-, sino que también favoreció la realización de incursiones portuguesas por encima de las fronteras fijadas en el acuerdo de 1494. La aparición de esas expediciones en un área hasta entonces vedada, tenía como meta la búsqueda de oro, plata, piedras preciosas y, como ya se ha explicado, indios. Fue a este tipo de empresa a la que se denominó bandeiras. Con esta palabra se designaba a los grupos de aventureros que se integraban bajo una estructura paramilitar y que esgrimían como signo distintivo un pendón o bandera. Las bandeiras se legalizaban en los registros municipales y podían ser organizadas por las autoridades coloniales o por la iniciativa particular de comerciantes y plantadores, que era lo más común. Los bandeirantes se internaban en las tupidas selvas y permanecían en exploración durante varios meses, hasta encontrar algún objeto de valor que llevar a los mercados de la costa. El número de participantes en esas campañas oscilaba entre 60 y 500 hombres.

Todo parece indicar que el lugar de origen de las bandeiras fue Sao Paulo, a partir de un núcleo humano libre -los mamelucos- que se dedicaban al cultivo de la tierra. Atraídos por las enormes ganancias que se conseguían por medio de la localización de minerales preciosos o por la captura de esclavos, estos mestizos paulistas abandonaron sus ocupaciones y nutrieron las bandeiras.

Desde el principio las condiciones geográficas y los intereses económicos fijaron las rutas de esas exploraciones. Las redes hidrográficas del Paraná, el Sao Francisco y luego el Amazonas, proporcionaron dinámicas vías de comunicación por donde fluyeron los bandeirantes. Buena parte de esas expediciones salían de Bahía o Sao Paulo, para recorrer en todas direcciones la amplia meseta central. Más tardes, con el crecimiento de las villas de Belem, Sao Luiz y otras localidades de Maranhao, las incursiones se repitieron en la cuenca amazónica.

El antecedente inmediato de los bandeirantes se halla en las primeras travesías portuguesas por la gran meseta brasileña que, iniciadas en los años 1531-1532, se generalizaron después de 1560 con el nombre de As entradas. De entre ellas vale la pena citar las campañas dirigidas por Martín Carvalho, Francisco Bruza de Espinosa, Vasco Rodríguez de Galdas, sebastiao Tourinho, Blas Cubas y Antonio Días. Sin duda la más famosa de todas fue la que salió de Bahía bajo la dirección  de Gabriel Soares de Sousa,  a fines del siglo XVI, en pos del “país del oro” y que recorrió de abajo a arriba un buena porción del valle del Sao Francisco.

En rigor, los primeros bandeirantes paulistas comenzaron examinando los márgenes del Tieté, un tributario del caudaloso Paraná. Ya entre 1596 y 1597 la expedición de Joao Pereira da Silva Botafogo llevó sus incursiones hasta la meseta del Paraiba, al nordeste de Sao Paulo. Luego los bandeirantes se encaminaron en dirección oeste, y se toparon con las   avanzadas españolas que desde el Paraguay habían cruzado el Paraná rumbo al mar, camino en el que fundaron las villas de Ciudad Real (1557) y Villa Rica (1576). Por la misma zona de la orilla izquierda del Paraná apareció un grupo jesuitas que, con autorización de Madrid, comenzó a reunir a los indios de las cercanías. Así, en 1610 se fundó la primera misión (Loreto) en el Guaira, en el actual estado de Paraná. Otros jesuitas, procedentes también de España, les siguieron y ya hacia 1630 la Orden poseía en la cuenca del Plata cuatro amplias comarcas con miles de aborígenes reunidos en 27 misiones. Esas áreas eran las ya  mencionadas del Guaira, la del Paraná medio (Paraguay), la ubicada en Entre Ríos y, por último, la del margen izquierdo del Uruguay (Siete Misiones).

Las reducciones del Guaira, por estar más próximas a Sao Paulo, fueron las que primero amenazaron los bandeirantes. Los cazadores de esclavos sentían gran atracción por los indios de las misiones, mucho más valiosos que los que vivían en libertad. Los jesuitas no solo disciplinaban y enseñaban a los aborígenes a trabajar la tierra, sino que también los reunían en un sitio con buenas comunicaciones, facilitaban así la tarea a los paulistas. En 1628 cientos de bandeirantes, encabezados por Manuel Preto y Antonio Raposo, atacaron y destruyeron varios centros jesuitas enclavados en la orilla izquierda del Paraná y se llevaron miles de Indios para los mercados de esclavos de Sao Paulo y otras villas costeras. Una suerte similar corrieron las demás reducciones del Guaira. Al final los jesuitas, tras apelar infructuosamente a todo tipo de recurso legal para detener a los bandeirantes, tuvieron que abandonar la comarca. La retirada de la Orden obligó a su vez a los españoles a evacuar los poblados de Ciudad Real y Villa Rica, desguarnecidos frente a los asaltos paulistas. No satisfechos con la conquista del alto Paraná, los bandeirantes persiguieron con saña a los jesuitas hasta sus otros reductos del Paraguay, Entre Ríos y la Banda Oriental.

Durante la primera mitad del siglo XVI los bandeirantes no dieron tregua a los jesuitas ni dejaron de realizar sus incursiones en busca de esclavos e hicieron caso omiso a las disposiciones oficiales que trataban de impedir sus razzias por el serrato. Sin embargo, la separación de España y Portugal hizo muy difícil la penetración de los paulistas en el territorio hispanoamericano, por lo que tuvieron que dejar sus ataques a las reducciones jesuitas y conformarse con llevar sus campañas al norte y al oeste. De esas expediciones las mas importantes fueron la de Antonio Raposo (1650) por el Amazonas, la de Joao Amaro (1673) por el interior de la capitanía de Bahía y la del famoso Domingo Jorge Velho por Piaui.

Pero la colonización portuguesa por la cuenca amazónica avanzó, no gracias a los paulistas, sino al impulso que le dieron las exploraciones organizadas en maranhao, sobre todo en la villa de Pará. En 1623 Luiz Aranha de Vasconcelos recorrió más de 400 leguas por el río Amazonas, desde la villa de Belem (Pará). Otra importante expedición, que también salió de Pará, fue la dirigida por Pedro Texeira en 1639, y que se convirtió en la cuarta que navegó de punta a cabo el Amazonas –después de Orellana, el vasco Lope de Aguirre (1560) y unos frailes franciscanos (1636)-; y la primera que lo hizo en el sentido inverso a la corriente, lo que le permitió llegar hasta Quito, para regresar ulteriormente a su punto de partida (Belem). Texeira murió al año siguiente de esta proeza, pero otros destacamentos provinieron de Pará continuaron el examen de la rica cuenca amazónica, en pos de los desdichados indios. Por otra parte, la pérdida de las fuentes asiáticas de especias y drogas que se comercializaban en Portugal introdujo un incentivo adicional a la exploración de la región.

A fines del siglo XVII el codiciado oro, buscado afanosamente desde la época del descubrimiento por conquistadores y bandeirantes, apareció en grandes cantidades. Los primeros yacimientos de cierta significación se habían hallado casi un siglo antes (1590) en una de las sierras al norte de Sao Paulo, pero pronto se agotaron. La esperanza de encontrar otros filones no se desvaneció, por lo que se prepararon nuevas expediciones, especialmente de los paulistas. En la búsqueda de metales preciosos y esmeraldas salió en 1673 Fernao Días Paes, quien llegó hasta el nacimiento del río Sao Francisco. Fernao Días nunca halló los ambicionados placeres auríferos, pero sus seguidores, Manuel Borba Gato, Rodrigo de Castello Branco y sobre todo Antonio Rodríguez Arzao tuvieron mejor fortuna, pues el oro en definitiva se descubrió precisamente en el curso alto del Sao Francisco, por los años 1675 y 1680. Otros importantes yacimientos se encontraron más tarde (1697-1698) algo al sureste, en las márgenes de un tributario del Sao Francisco –das Velhas- y en el río Doce, que desagua en el Océano Atlántico al noroeste del Río de Janeiro. Allí, en las fuentes de ambas arterias, se fundó en 1690 una villa que se convertiría en el centro de la explotación minera: Ouro Preto (Villa Rica). A la vez, la zona  donde se encontró el oro recibió el nombre de Minas Geraes.

La aparición del oro imprimió un nuevo giro a la actividad de los bandeirantes, quienes desplazaron el escenario de su acción hacia Minas Geraes. De esa manera, a principios del siglo XVIII, las cacerías de esclavos era una cosa del pasado y dejaban como herencia la desaparición de buena parte de la población aborigen. Desde otra perspectiva, las incursiones de los bandeirantes no solo contribuyeron a la creación de nuevos asentamientos donde ellos mismos se descentralizaron –Matto Grosso, Goiás, Minas Geraes, etc.- sino que también prepararon las condiciones para la penetración de ciertos cultivos agrícolas y la ganadería en áreas del interior.


Economía y comercio

El crecimiento económico experimentado en Brasil durante el siglo XVII permitió ciertos cambios en la política colonial portuguesa, particularmente en lo referido al control gubernamental sobre el comercio, la economía y la vida social en su conjunto. Por esa época el azúcar seguía siendo el principal rubro de exportación, por lo que suministraba a la Corona, desde la segunda mitad del siglo XVI, los mayores ingresos por concepto de impuestos y rentas de aduana. Se estima que hacia 1612 estaban en plena actividad unos 170 ingenios, la mayor parte ubicados en Bahía y Pernambuco. Cuando esa actividad llegó a su apogeo, entre 1629 y 1660, existían unos 300 trapiches que generaban alrededor de tres millones de arrobas de azúcar. Esa notable producción convirtió a Brasil en el centro del decadente imperio colonial lusitano, pues a Portugal ya le habían arrebatado sus mejores posesiones en Asia y África.

A partir de 1660 el virtual monopolio mundial del azúcar brasileño cedió su lugar ante la competencia de las nuevas plantaciones del Caribe, fomentadas por Inglaterra, Francia y Holanda. A ello se unió el cierre de los principales mercados europeos, provocado por la política mercantilista, lo que trajo por consecuencia la disminución de la producción azucarera de  Brasil. La pérdida definitiva de una parte importante de los mercados exteriores provocó la desintegración de un sector de la agricultura de exportación, que se transformó en una actividad de subsistencia. La economía brasileña no pudo recuperarse del golpe recibido con la merma de las plantaciones hasta que surgió el ciclo de exportación minero, a fines del siglo XVII y principios del XVIII.

Casi paralelamente se efectuaba la expansión de la cría de ganado vacuno –hasta entonces limitada a las colinas del noreste y las planicies meridionales- por el valle del Sao Francisco y el interior de Sao Paulo y Paraná –más tarde incluso Minas Geraes-, siguiendo el camino abierto por los bandeirantes. Pero la ganadería durante toda la etapa colonial solo tendría un rol secundario dentro de la economía brasileña. En un principio abastecía de carnes y bestias de tiro a las plantaciones  de Bahía y Pernambuco, y después de la crisis azucarera desempeñó un papel semejante en relación con las necesidades de las localidades mineras del interior.

La exportación del azúcar, tabaco –productos que entonces despuntaban en la agricultura brasileña-, cueros y otros artículos fue libre durante muchos años para los habitantes de la América Portuguesa, quienes estaban autorizados hasta para comerciar con extranjeros. Se sabe que desde 1579 existía cierto tráfico mercantil entre el puerto de Sanctos y Londres. Sin embargo, la unión de España y Portugal en 1580 dio vida a una política cada vez más restrictiva en esta materia. Ya a fines del siglo XVI  se prohibió expresamente a todos los buques foráneos hacer escala en Brasil, salvo si tenían un permiso especial concedido por la Corona. En 1605 se ordenó el estricto cumplimiento de la prohibición que también vedaba el ingreso a los súbditos extranjeros. A raíz de la separación de España y Portugal (1640), la corte de Lisboa tuvo que hacer algunas concesiones mercantiles a Inglaterra, en pago por la ayuda prestada a la familia de los Braganca para ocupar el trono lusitano. Por ese motivo se otorgó a los ingleses la facultad de comerciar directamente con los puertos brasileños, a la vez que se les concedían rebajas arancelarias, el derecho a asentarse en la colonia y el privilegio de extraterritorialidad. En fechas posteriores (1654 y 1661) estas licencias fueron ratificadas y se hicieron extensivas a los holandeses, como parte de la compensación acordada por la pérdida de Pernambuco.

La aparición de las controvertidas compañías comerciales portuguesas entre 1649 y 1682 creó nuevas restricciones al tráfico mercantil, pues se pasó de una relativa libertad de comercio al establecimiento de un rígido régimen monopólico, que poco tenía que envidiar al implantado por Madrid en Hispanoamérica. La creciente oposición de los colonos a este exclusivista sistema mercantil –que alcanzó su máxima expresión con la rebelión de Backman-, obligó a la Corona a liquidar los favores otorgados a estas compañías. Así en 1687 desapareció la de Maranhao y en 1721 la que operaba en el llamado Estado del Brasil.

A la par del comercio legalmente autorizado prosperaba el contrabando, en especial el que comprendía la costa oriental brasileña con el Perú a través del Río de la Plata. Desde una fecha tan temprana como 1552, España hizo todo lo posible por impedir el tráfico clandestino que afectaba la efectividad de su monopolio y drenaba una parte de la plata altoperuano. Pero en 1580, tras la unión de los tronos ibéricos, el gobierno de Madrid se vio precisado a admitir el intercambio mercantil entre la América portuguesa y la española. Luego, cuando ambas monarquías se volvieron a separar, las autorizaciones fueron suspendidas, aunque se continuaron otorgando licencias eventuales para la venta de esclavos africanos procedentes de Angola, colonia que la monarquía lisboeta había recuperado en  1649.

La lucha entre Portugal y España por el dominio de la estratégica ruta a Perú –más las disputas por la explotación del ganado cimarrón existente en la Banda Oriental del río Uruguay-, condujo a la Corona lusitana a emitir un decreto el 12 de noviembre de 1678 que ordenaba la ocupación de la orilla norte del Plata. En enero de 1680 el capitán general de Río de Janeiro, Manuel Lobo, alcanzó esa meta con una expedición y fundó la Nova Colonia do Santísimo Sacramento. En realidad la villa no era más que un avanzado fortín militar, separado de Brasil por un inmenso territorio sin colonizar aún por los europeos y sus descendientes. Muy pronto la plaza se convirtió en el eje del comercio clandestino con Hispanoamérica, motivo por el cual, a fines de 1680, un destacamento español, comandado por José de garro, desalojó a los portugueses de su cómodo puesto frente a Buenos Aires, al que volvieron el 24 de febrero de 1682 gracias al apoyo de las fuerzas de Francisco Naper de Alencastro. El descubrimiento de los yacimientos auríferos de Minas de Geraes alteró la posición de Portugal sobre este asunto ya que, como España, temía la filtración de una parte de sus riquezas a través del contrabando. Por eso desde 1693 el comercio ilegal comenzó a ser seriamente perseguido en virtud de la acción conjunta de ambos reinos ibéricos.

El aumento del interés de Portugal por su colonia americana no solo se reflejó en las restricciones del comercio o mediante la elevación de los gravámenes y creación de nuevos monopolios –desde mediados del XVII se había instaurado el estanco del tabaco y la sal-, sino que también se manifestó por un reajuste del aparato administrativo real. En 1604 se fundó el Conselho da India que siguiendo el modelo español, estaba encargado de la atención de todo lo que tuviera que ver con las posesiones lusitanas. Por un decreto oficial del 14 de julio de 1642, este se transformó en el Consejo Ultramarino, con funciones semejantes a las de su antecesor. La elaboración de las Ordenacoes Filipinas y del Código de Minas, ambos en 1603, fueron una muestra más de la intención metropolitana de hacer sentir con mayor peso su presencia en el nuevo mundo. Por si esto fuera poco, a fines del siglo XVII se dio un fuerte golpe a la autonomía local al crearse los guises de fora, en sustitución de los jueces ordinarios electivos, a la vez que el Estado colonial regularizaba la circulación monetaria con la creación de la Casa de Moneda.

Por otro lado, la inseguridad de las naves que comunicaban a Portugal con Brasil ya había obligado a la Corona a determinar en 1571 los viajes en grupos de por lo menos cuatro bajeles. Más adelante, en 1660, se dio un ordenamiento definitivo a este sistema con la organización de convoyes protegidos por buques de guerra. Flotas separadas se establecieron con destino a Pará-Maranhao, Pernambuco, Bahía y Río de Janeiro.

Repercusiones de la Guerra por la Sucesión española

El siglo XVII vino acompañado de una importante modificación en la correlación internacional de fuerzas. El exitoso proyecto francés de imponer en el trono hispano a la dinastía de los Borbones abrió una nueva etapa en la lucha de las potencias coloniales. La alianza entre las casa reinantes de Francia y España, y el acercamiento de Portugal a la órbita inglesa, trajeron profundas repercusiones para el ámbito americano.

El estallido de la confrontación franco-británica, en la Guerra por la Sucesión española entre Francia e Inglaterra (1701-1703), aceleró la culminación de las negociaciones que desde 1691 sostenían dos diplomáticos ingleses –John Methuen y su hijo- con los representantes de la monarquía lusitana. Mediante el tratado de Methuen (1703), Portugal se unía a Gran Bretaña, Holanda y Australia en la lid contra Francia y España. Ese acuerdo no solo ataba al reino portugués a los planes británicos, sino que también otorgaba a Inglaterra una posición privilegiada en el comercio lusitano. Por ese convenio, Portugal abría de par en par sus aduanas –incluyendo las colonias- a las manufacturas británicas, a cambio de algunas ventajas para sus vinos en el mercado inglés. Con este desigual mecanismo, el naciente capitalismo británico ahogaba cualquier intento de desarrollo industrial en Portugal y sus posesiones de ultramar y obtenía además, en pago por los textiles británicos que se introducían en los mercados lusitanos, buena parte del oro brasileño. Hacia 1717 ya se habían instalado en Lisboa cerca de 90 casas comerciales inglesas, como símbolo de lo caro que costaba a Portugal el intento de sobrevivir –mediante un pacto con el Reino Unido- como potencia colonial.

Otra consecuencia de la Guerra por la Sucesión española fue que convirtió al nuevo mundo en uno de sus campos de batalla. La entrada de Portugal en esa conflagración provocó que desde 1704 fuerzas franco-españolas atacaron a Brasil. Los atracos de los corsarios reaparecieron e hicieron víctimas en las poblaciones costeras y las embarcaciones lusitanas en alta mar. En 1710 esas acciones aisladas dieron paso a una agresión de mayor envergadura: los armadores de Brest organizaron una escuadra con el objetivo de asaltar la plaza de Sao Sebastiao en Río de Janeiro. Con ese fin reunieron 6 barcos y más de 1000 hombres puestos a las órdenes de Jean Franciscois Duclerc.

La flota francesa apareció en aguas brasileñas en agosto de 1710. El 27 los barcos de Duclerc fondearon en la propia Bahía de Guababara, junto a la IIha Grande. En ese lugar descendieron de las naves e irrumpieron en los caseríos e ingenios de los alrededores. Unos días después, el 7 de septiembre, Duclerc emprendió el asalto a la villa de Sao Sebastiao, mediante la combinación del bloqueo por mar con el ataque terrestre de las fuerzas que previamente habían desembarcado en Guaratibá. Pero los soldados franceses sufrieron una aplastante derrota frente a los combatientes portugueses dirigidos por Bento do Amaral Coutinho y el fraile Francisco de Menezes, quienes un año antes se habían distinguido en la Guerra de los Emboabas. La encarnizada lucha terminó el 20 de septiembre, con una indiscutible victoria de los defensores de la villa. Los atacantes tuvieron grandes pérdidas y   cientos de prisioneros fueron capturados por los lusitanos, entre ellos el propio Duclerc, quien no sobrevivió al cautiverio. El resto de la expedición se retiró a Martinico.

Con la idea de vengar esta afrenta a las armas francesas y obtener utilidades con el saqueo de la villa, los comerciantes de Bretaña facilitaron el dinero para equipar una escuadra  todavía  más poderosa que la del desaparecido Duclerc, 15 navíos, 700 cañones y más de 4000 hombres, al mando del experimentado Duguay Trouin, se aparecieron en septiembre de 1711 frente a las costas de Brasil. El día 12 la armada punitiva francesa bombardeó indiscriminadamente Sao Sebastiao, mientras una flota lusitana anclada en la bahía Gunabara se autodestruía para evitar ser capturada indemne. La resistencia portuguesa se desmoronó como un castillo de arena por la ineptitud del capitán general Francisco de Castro Moraes, que abandonó la plaza a merced de los invasores. A pesar de ello, algunos grupos se batieron denodadamente contra los franceses, como el destacamento dirigido por Bento  do Amral, quien perdió la vida en uno de los combates. Sin  más obstáculos en su camino, el día 22, los hombres de Trouin ocupaban  Sao Sebastiao, liberaron a los prisioneros de la expedición de Duclerc y sometieron la villa a un sistemático saqueo. A la postre, tras varias semanas de negociaciones, los franceses accedieron, el 4 de diciembre, a devolver Río de Janeiro a cambio de un buen rescate y un cuantioso botín.

La Guerra por la Sucesión española tuvo también por escenario a la colonia de Sacramento, sometida por fuerzas de lo Borbones a un tenaz bloqueo, que obligó a los portugueses a abandonarla (marzo de 1705). Al firmarse en el 11 de abril de 1713 la paz de Utrecht, Portugal recuperó valiosa posesión de la Banda Oriental y obtuvo de Francia el reconocimiento de los límites exigidos en las limites de la Guayanas, junto con la seguridad de que el gobierno de París renunciaría a toda reivindicación para navegar el Amazonas.


Aumento del criollismo en el siglo XVIII

Entre los acontecimientos que más se destacan en el largo trayecto de la aparición del sentimiento nacional en Brasil figuran tres sucesos que envolvieron, de una u otra manera, a criollos y portugueses. Nos referimos a la guerra de las Emboabas, al motín de Bahía y a la rebelión Felipe dos Santos, los dos últimos motivados por los abusivos impuestos coloniales. Estos episodios fueron ejemplos fehacientes de los crecientes antagonismos entre los naturales de Brasil y los lusitanos y sentaron las bases para movimientos criollos posteriores, mucho más definidos en el pleno ideológico, que conducirían inexorablemente al  nacimiento de una nueva nacionalidad.

El primero de estos conflictos se produjo en la villa de Sao Salvador en Bahía. El temor a que los franceses repitieran  contra esa plaza el ataque que acababan de efectuar a Río  de Janeiro, llevó a las autoridades coloniales a fortalecer el aparato militar de la capitanía. Con el propósito  de conseguir  los fondos necesarios para estos urgentes preparativos bélicos, se comenzó  a cobrar un impuesto del 10% sobre el valor de  todos los artículos  de importación. Al tomar posesión de su  cargo como gobernador general, Pedro  de Vasconcello  e  Sousa,  el 14 de octubre de 1711, se dispuso la aplicación  de la gabela  a las compras del exterior, a la par que se elevaba el precio  de la sal que era monopolio real. La furia de la población  capitalina  se manifestó a través de protestas callejeras y por la elección  de un juez de povo, encargado  de trasladar  a la  administración colonial las demandas de la población. La  presión popular fue  de tal magnitud,  que finalmente el gobernador  general  tuvo que transigir y derogar las  aborrecidos disposiciones.

Un carácter distintivo tuvo la Guerra de las Emboabas, pues  surgió vinculada  a la puesta en producción  de los placeres auríferos de  Minas Geraes, recién descubiertos  por los  bandeirantes  paulistas. La  aparición del oro atrajo a la región a  miles de extranjeros o forasteiros,  procedentes de otras áreas  de Brasil  y sobre todo de Portugal. En especial los  arrogantes  lusitanos – muchos de ellos comerciantes- pronto se granjearon  el odio de los paulistas  radicados  en la zona  minera,  no solo por su prepotencia, sino también por el desmedido  afán de lucro que los llevaba  a utilizar cualquier trampa  para apoderarse de los mejores  yacimientos auríferos. Fue precisamente  a los forasteiros   portugueses a los que se dio  el calificativo  despectivo de Emboabas, término de origen indio, usado para designar a unas aves  de patas emplumadas y que los paulistas -por lo general  no tenían zapatos- aplicaron en tono de burla  a los  advenedizos lusitanos, los cuales se distinguían  por sus botas ostentosas. Es bueno señalar  que la extracción  de oro no requería  de un proceso metalúrgico, pues  para obtener  el  mineral  bastaba con  recogerlo en los aluviones, lo que permitía  la proliferación  de pequeñas empresas  o simples actividades individuales.

Al principio los Emboabas  estaban en minoría  en la explotación  de los yacimientos, pero  en pocos  años  la situación  se invirtió. Desde 1680 llegaban  a Brasil, seducidos por los  destellos  del oro, más de 3000 inmigrantes anuales, en su mayoría  procedentes de Viena, Oporto y Lisboa. El  arribo de tal  cantidad  de ambiciosos portugueses tuvo el efecto de desatar las  pasiones entre paulistas y Emboabas. Las  peleas aisladas de los buscadores  del precioso metal dieron pasos a reyertas  colectivas que  hacía  1706 habían creado un  virtual  estado de guerra  en  Minas Geraes. Las primeras batallas  campales  se produjeron  en las regiones del  norte, principalmente  en Caeté  y Sabará. Después  los Emboabas  se organizaron  según una estructura  paramilitar y ya para 1707. realizaron  un ataque sorpresivo  a Caeté, que les reportó la captura  de conspícuos paulistas. Al mando de los portugueses  se encontraba un acaudalado propietario nombrado Manuel  Nunes Vianna, quien fue designado  por los forasteiros,  pasando por alto la opinión  de la Corona,  gobernador de Minas Geraes.  Mientras esto sucedía  en el norte, los  paulistas lograban hacerse fuerte  durante un tiempo  en algunas localidades septentrionales,  tales como Ouro Preto y Sao Joao  d´ El Rei. de donde no tardarían en ser desalojados  por Nunes  Vianna  y Pascoal  da Silva  Guimaraes. Obligados a refugiarse  en las márgenes  del río  das  Mortes,  los paulistas fueron en definitiva  arrojados  a Sao Paulo  por las fuerzas  comandadas  por Bento de Amaral  Coutinho.

Gracias a estas victorias, los  portugueses  se adueñaron  de los codiciados placeres auríferos, a contrapelo  incluso de lo dispuesto por las propias  autoridades  coloniales.  Por esa razón, en julio  de 1708, se produjo  la intervención  en el conflicto  del capitán general  Francisco Martim  Mascarenhas- quien tenía  jurisdicción sobre Sao Paulo  y Minas  Geraes–, hasta que los  Emboabas  lo obligaron  a regresar a Río de Janeiro. Después  Nunes  Vianna envió al fraile  Francisco de Menezes  a Lisboa, para  obtener del  rey  una solución favorable  a los inmigrantes portugueses. El monarca,  como única respuesta, decidió  el envío  a  Río de Janeiro de Antonio Coelho de Carvalho en calidad  de capitán general, el cual llegó a su destino  el 11 de junio de 1709.

El arribo del nuevo funcionario  real  sembró la intranquilidad  entre los Emboabas, que  temían  perder las vetas  recién  adquiridas. La amenaza  fraccionó  a los seguidores de Nunes  Vianna  en dos bandos, partidarios  unos de buscar  el inmediato  entendimiento  con la Corona  y otros de posturas más firmes. Aprovechando la división en las filas  portuguesas,  los paulistas  se reorganizaron  bajo la jefatura  de Amador Blanco. Como en las viejas expediciones  bandeirantes,  los criollos  procedentes  de Sao Paulo  irrumpieron  en Minas  Geraes  para recuperar  los yacimientos auríferos. Ante el peligro que se cernía  sobre ellos,  los forasteiros  olvidaron  sus diferencias  y se acogieron  a la amnistía  ofrecida por el capitán general. Pero el enfrentamiento  entre paulistas y Emboabas era inevitable,  por lo que la lucha se inició a orillas del das Mortes, hasta que el  anuncio de la llegada de tropas portuguesas, enviadas por el capitán  general, obligó  a los atacantes a retirarse a Sao Paulo. La necesidad de acabar con el conflicto de Minas Geraes, que amenazaba con arrastrar tras sí a toda la colonia y liquidar las  nuevas fuentes fiscales provenientes del oro, impulsó a Coelho de Carvalho a imponer la paz. En 1711 se reintegró a los paulistas algunos de sus yacimientos y tierras.

Aún no se había apagado las cenizas de la Guerra de los Emboabas, cuando un nuevo conflicto apareció en Minas Geraes. Ahora no se trataba de una lucha entre criollos y portugueses por la posesión de los ricos filones auríferos, sino de un enfrentamiento directo de los mineros contra el poder colonial. El aumento de los impuestos y la creación de una serie de restricciones a la extracción del metal fueron las causas que llevaron a los mineros –incluso a muchos de origen portugués- a enfrentase con los representantes de la monarquía. Las primeras protestas se hicieron sentir hacia 1717, alentadas por el espíritus rebelde de la población local.

En realidad el movimiento vino a cobrar grandes proporciones solo después de la llegada a Sao Paulo del gobernador Pedro de Almeida, conde de Assumar, en septiembre de 1717. Este funcionario real tenía la encomienda de sustituir el pago global anual del quinto del oro –adoptado por la Corona en 1714- por un régimen tributario más severo, que incluía la fiscalización directa de la Corona sobre la extracción de minerales. Por un decreto del 11 de febrero de 1719 se restableció el antiguo sistema del pago del quinto y se prohibió la exportación del mineral en bruto. En la misma disposición se añadía que debían ser entregadas todas las pepitas a las fundiciones reales, encargadas de refinar el oro, de separar el quinto del rey y devolver el metal en barras con el sello de los Braganca, tras descontar los gastos por estas operaciones. Para garantizar la efectividad del procedimiento se instalarían cuatro fundiciones estatales, ubicadas en Ouro Preto, Sao Joao D´El Rei, Sabará y ciudad del Serro.

Las nuevas estipulaciones enardecieron  a los habitantes  de Minas Geraes  que se dedicaban a la extracción  del mineral. Nunes  Viannas,  el antiguo jefe de los Emboabas, fue uno de los primeros en reaccionar, por lo cual viajó  a Europa  a exponer su inconformidad  al rey. En la noche del 28de junio  de 1720 un motín estalló en Ouro Preto,  dirigido por Felipe  dos  Santos. Los sublevados expulsaron al Ouvidor  y enviaron  a  Lisboa  un memorándum  contentivo de las demandas  locales. El gobernador Almeida se vio precisado  a personarse  en Ouro Preto (10 de junio) donde hizo concesiones: suspendió por un año  la aplicación  de las disposiciones  reales. La maniobra le dio buenos resultados,  pues con un inesperado golpe de audacia  ocupó militarmente Ouro Preto  y las localidades  colindantes y apresó a los principales implicados en el movimiento.  Felipe dos Santos, el líder  de la sublevación, fue capturado  unos días después  y, tras una farsa  judicial, brutalmente  descuartizado en la plaza pública  de la capital de Minas  Geraes.  Con tan crueles represalias,  la metrópoli aplastó  la rebeldía,  por lo que hacia 1725 las funciones  y los reglamentos  fiscales  funcionaban a plenitud.

Tanto en la luchas  contra los impuestos  exorbitantes  como en la Guerra  de los Emboabas  se puso de manifiesto  una vez más  la pujanza de la  población  criolla. Esos conflictos evidenciaban  que la lucha económica  contribuía  directamente  a deslindar  los campos entre los naturales de Brasil  y los de Portugal.


Guerra de los Mascates

Sin dudas entre los movimientos de mayor significación  de cuantos a principios  del siglo XVIII, pusieron de relieve  el despertar de la conciencia  nativista  se encuentra la Guerra  de los Mascates. En la capitanía  de Pernambuco  se había ido  formando un poderoso  sentimiento  localista, que dotaba de la época  de enfrentamiento  a la dominación holandesa. La confianza de los pernambucanos en sus propias fuerzas fue creciendo  en la misma medida que aumentaba el menosprecio a las autoridades  metropolitanas. Ya en 1666  los plantadores  del noroeste habían expulsados  al aborrecido capitán general  Jeronymo  de Mendoca  Furtado,  obligando a la  Corona  a reemplazarlo  por un funcionario más  aceptable para los habitantes  del centro azucarero de la colonia.

Al despuntar el siglo XVIII una nueva contradicción –en cierto modo  secuela  de la ocupación holandesa– alteró las relaciones  pacíficas entre criollos  y portugueses. Terminada la contienda con los Países  Bajos,  la demolida ciudad de Olinda  fue reconstruida  y restablecida en su condición  de capital de  Pernambuco. En esa localidad  tenían su residencia  los principales colonos y plantadores  criollos, quienes pretendían  que la villa recuperara  su grandeza de antaño. Pero desde la  administración  del príncipe  de Orange, Recife no solo había sido declarada asiento oficial del  gobierno de la Nueva Holanda, sino que también se había  convertido en el verdadero eje  de la actividad económica de la capitanía.   Tras la expulsión  de los negociantes  holandeses y judíos, que dominaban –junto a la Compañía  de la Indias Occidentales- el crédito de los  dueños  de ingenios  y las ventas de azúcar,  su lugar fue ocupado por un grupo de comerciantes y agiotistas portugueses. De esa forma Recife  conservaba su privilegiada posición de núcleo  mercantil y financiero  de Pernambuco, de cuyos préstamos y redes comerciales dependía casi absolutamente  la producción azucarera  del nordeste. En ese contexto  se fomentó un profundo  resentimiento  hacia los especuladores  portugueses  -denominados peyorativamente Mascates-, pues fijaban  precios arbitrarios al azúcar y se enriquecían  de día  en día  con el control de las deudas  de los dueños de ingenios, la refacción y el negocio de la  trata de esclavos africanos.

El descontento de la Población criolla alcanzó  su punto culminante  cuando el  capitán  general Sebastiao de Castro e Caldas  trasladó la sede  de su administración  de Olinda  a Recife, y dio a este la categoría  de villa el 4 de marzo de 1710. Con esas medidas las autoridades  coloniales consolidaban  la hegemonía  portuguesa,  y facilitaban la completa subordinación de los habitantes de Olinda  a los dictados de Recife.  La población criolla manifestó su inconformidad de múltiples formas, hasta que fueron arrestado varios prominentes pernambucanos .

A partir de ese instante   los colonos y  senhores de engenho  comenzaron a  reunirse en secreto, como parte de los preparativos para devolver por la fuerza, la primacía  a Olinda. Una idea muy arraigada  en los conspiradores  era de que si habían  podidos librarse  de los holandeses lo harían igualmente  de sus sucesores  portugueses. El  27 de octubre  de 1710 el  capitán  general fue víctima  de una agresión   callejera en lo que resultó levemente herido. Tal parece  que esa era la señal  que esperaban  los complotados  para iniciar  la sublevación. Como  por arte de magia  cientos de individuos  armados abandonaron los  campos y la  ciudad de Olinda para rodear a Recife. Los  desesperados intentos  conciliatorios  de Sebastiao de Castro fueron inútiles. Cuando era inminente la caída de la capital en poder  de los criollos, el capitán  general y los más odiados especuladores portugueses huyeron de la ciudad por mar (7de noviembre).

Dos días después la guarnición  de Recife  se rendía y abría  las puertas  de sus murallas  a los criollos, mientras los comerciantes lusitanos que permanecían  en la villa corrían  a esconderse en conventos e iglesias para escapar de la ira popular. Lograda  la victoria, Recife  fue devuelta  a su antigua condición  de simple dependencia del gobierno de Olinda,  a la vez que  se liberaba  a los  prisioneros criollos  y se separaba  a los  portugueses  de sus cargos en el aparato  administrativo  de la capitanía.

Para definir el futuro político de la colonia se celebró en Olinda una amplia reunión, presidida por el  Senado  da Camara  de la villa,  en la que participaron los más destacados  jefes criollos  del movimiento  y los representantes del clero. En el cónclave  se definieron  dos tendencias principales.  La moderada, que pretendía mantener el statu  quo  y entregar provisionalmente  el gobierno de Pernambuco  al obispo Manuel Alvares  de Costa  y esperar  a que la Corona designase  a un nuevo capitán general. La corriente radical, encabezada por el rico  plantador criollo Bernardo Vieira  de Mello era partidaria,  en cambio, de amenazar la monarquía  lisboeta  con un movimiento independentista  como los de Venecia  u Holanda, para presionar  al rey a aceptar los actos de los habitantes de  Olinda  y que concediera  una  amnistía  general. Aunque  todavía  la separación  de Portugal  se formulaba en términos  remotos,  no deja de tener significado que por primera vez en toda la historia  de  Brasil se pensara en la independencia. En cierta forma ese era el resultado del fuerte apego de los pernambucanos a su tierra natal, junto  a la existencia de una clase  criolla propietaria de ingenios  y plantaciones  asediada por los comerciantes  portugueses y atrapados por una  complicada  legislación  de tipo feudal y unas relaciones de producción  pre-capitalistas. En definitiva la tendencia moderada se impuso,  por lo que el 15 de noviembre  el gobierno de la capitanía  fue entregado  al  obispo,  quien validó las transformaciones  en beneficio  de los colonos.

Mientras se esperaba  la llegada de un nuevo funcionario real, que se hiciera cargo del puesto vacante  de capitán  general,  se produjo  el inesperado  contragolpe  urdido por el jefe del Regimiento  de  Línea destacado  en Recife  Joao de Matta, el cual devolvió  la villa a su situación  anterior. Los criollos  en respuesta  pusieron sitio otra vez  a Recife, pero en ese punto se creó un equilibrio de fuerzas  que ninguno de los dos bandos pudo romper. Por ello durante un tiempo coexistieron  dos gobiernos  en la capitanía  de Pernambuco, uno en  Olinda  y otro en Recife. Reclamaban cada cual fidelidad  a la  Corona y acusaban  a su adversario  de traicionar  al soberano.

A principios de octubre  de 1711 se presentó  en Pernambuco una escuadra lusitana, con el nuevo capitán general  Félix José Machado  de Mendoca Castro. El funcionario de la Corona   devolvió  a la capitanía  a la  normalidad, sin hacer  uso  de la violencia,  aunque algunos jefes  criollos fueron sancionados  a diferentes penas  de prisión. Sin embargo, la supremacía  de Recife  sobre Olinda era algo inevitable  y terminó  por imponerse  de la misma forma que el predominio de los negociantes portugueses  por sobre los  intereses  de los plantadores  criollos.

Baste solo señalar  que en Brasil –y más que en cualquier otra  parte en Pernambuco-, se iba  conformando una población  autóctona  diferenciada  de la lusitana. La naciente  sociedad criolla  tenía su propia  esencia clasista  y era el resultado de una  particular evolución histórica.  Rasgo   que unidos  a cierta  articulación económica  interna  y a la existencia  de un idioma  y sicología comunes, permitieron  la paulatina aparición en la  colonia  de una específica fisonomía  cultural.  De esa difícil  manera  avanzaba  el proceso de conversión  de los criollos  en brasileños, perfectamente  diferenciados  de sus antepasados portugueses,  indígenas  o africanos.

El efímero ciclo exportador minero

El descubrimiento del oro en las tierras altas orientales,  a fines del siglo XVIII,  alteró el curso de la economía  de Brasil. La extracción del mineral –hallado  en depósitos  fluviales  y en  yacimientos primarios ligados  a los estratos  del suelo en Minas  Geraes– alcanzó  su climax  entre   1721 y 1780, cuando superó  a toda la  producción  de oro americano  de los dos siglos anteriores. Con el decursar del siglo XVIII   las  zonas auríferas  en  explotación  se extendieron  hacia al oeste,  rumbo al Matto Grosso y Goiás. El boom fue completado por la aparición  de piedras  preciosas  y sobre todo diamantes.  Esa riqueza fue encontrada en la  serra  do Frío -ubicada  también  en Minas  Geraes-  1725  y 1728  por los explotadores  Sebastiao Leme do Prado y  Bernardino de Fonseca.

Para proteger sus utilidades,  la Corona implantó  una  serie de medidas  de carácter restrictivo  por lo que en las regiones  mineras él régimen político se hizo más  opresivo. Esteba prohibida  la entrada o salida  de los distritos  mineros a toda  persona  que no tuviera un licencia  especial otorgada por las  autoridades. En el  área donde fueron descubiertos los  diamantes  se fundó un distrito sui  géneris, llamado  diamantino, en el  que desde la explotación  de los yacimientos hasta el  gobierno del territorio eran privilegio exclusivo de la monarquía  lusitana. Conviene tener presente  que en ese momento  el diamante  brasileño  gozaba de un monopolio  mundial casi completo.

El  efímero ciclo minero  tuvo grandes efectos sobre la vida  de Brasil y provocó sustanciales  modificaciones  en el cuadro demográfico –se produjo una emigración metropolitana  sin  paralelo  en Hispanoamérica- y en la propia  articulación  interna  de la colonia.  Como las  zonas  auríferas carecían  de  suministros  propios, la necesidad de importar  todo lo que se consumía:  desde la fuerza de trabajo  esclava  empleada  en los lavaderos  de oro -provenientes de África  o del empobrecido  noroeste brasileño-hasta las bestias  de tiro, las ropas y  alimentos. Por tal motivo, las zonas ganaderas de noroeste  y el sur se pusieron en función del mercado  de Minas Geraes. A través del  río  Sao  Francisco –desde Bahía  o  Pernambuco– se sostenía un intenso tráfico comercial con las zonas mineras. Cuando se construyó el Caminho Novo, que  unió  a los distritos auríferos con Río de  Janeiro en 1701 –y en  especial  después  que se declaró a ese puerto (1725)  como el  único autorizado para la exportación del oro-, esa vía se transformó  en el eje de la comunicación con el interior, que convirtió a la villa  fluminense  en la capital económica y política de todo Brasil:

A la vez, el mercado de animales existente en las zonas mineras creó las condiciones para la colonización del deshabitado extremo sur brasileño. Para poblar esas regiones, en particular Río  Grande  do Sul y Santa Catarina, Portugal alentó  la emigración campesina –procedente de las Azores- que pronto se dedicó a la cría de ganado -con el objetivo de obtener  carne seca y mulas para enviar a Minas Geraes y cueros a  Europa– y al cultivo del trigo.

Al finalizar el siglo XVIII la producción minera entró rápidamente  en crisis. La decadencia del oro se produjo debido a  que los yacimientos de la superficie se habían agotado y los  primitivos métodos de extracción hacían  casi imposible –e incluso  antieconómico– la explotación de las vetas más profundas. Por su parte, la producción diamantífera  también disminuyó abruptamente, en virtud de que la abundancia  de la piedra  en los mercados europeos hizo descender el precio por debajo de la mitad  de su valor anterior. En esas circunstancias los  cultivos tropicales volvieron a renacer,  alentados por la  catástrofe  de la producción agrícola en las  Antillas francesas después  de la revolución de 1789. El azúcar, que en realidad  nunca había dejado de ser un importante artículo de exportación cobró nuevas fuerzas  en Maranhao,  Pernambuco, Bahía, Río de Janeiro  y en ciertas zonas  de Sao Paulo. En la misma época  también  se expandió el cultivo  del algodón  por las capitanías septentrionales, destinado a suplir la breve ausencia  de la producción norteamericana  en el voraz  mercado de la industria  textil británica.


Las reformas de Pombal y la delimitación   de las fronteras

Desde a fines del siglo XVII  la Corona portuguesa fue  apartando el lazo de la opresión  colonial al instrumentar nuevas  formas  de dominación  destinados  a exprimir aún  más  a Brasil. El aumento del control político  metropolitano se daba a partir  de una marcada disminución de la autonomía local -con el consiguiente incremento del poderío  de los gobernadores-, que  había caracterizado toda la primera época  de la colonia. La clase dominante  criolla, integrada  por los senhores  de engenho y plantadores, era a su vez desplazada de su antigua  preeminencia  por los representantes de la monarquía lisboeta y los  mercaderes portugueses, beneficiarios directos del comercio privilegiado, de los estancos y monopolios.

Como parte de la línea tendente  a reforzar la autoridad  metropolitana en  el nuevo mundo, el monarca  portugués  José I -cuyo reinado había comenzado en 1750-entregó la jefatura del gobierno a José  de Carvallo e Mello, nombrado marqués  de Pombal en 1770. Decidido partidario del despotismo  ilustrado -absolutismo reformista bajo influencia de la burguesía-,  Pompal  se planteó el resurgimiento  de Portugal  como potencia, sobre la base de las entradas fiscales  provenientes del oro  brasileño     –para evitar la descapitalización  del reino-,  y el recate de la participación lusitana en la explotación de las riquezas  americanas. Fue este ministro quien restringió  la autonomía de  las cámaras  municipales americanas, decretó  el fin  de la esclavitud aborigen (1758)  y dispuso la expulsión  de los jesuitas (1759) de Portugal  y sus posesiones de ultramar.

Pombal también fue  el artífice  de importantes cambios en el sistema administrativo y comercial de la colonia. En este orden  de cosas, liquidó  la Casa das  Contas (1761) -sustituidas  por un tesoro  único: el Real Erario- y trasladó la sede del virrey –a quien se le aumentaron sus facultades- de Bahía  a Río de Janeiro (1763),como parte de un amplio proceso de reorganización e integración administrativa que condujo a la creación  de nuevas capitanías generales -en 1799 eran ya nueve: Grao Pará, Maranhao, Pernambuco,  Bahía, Minas Geraes, Goiás, Matto Grosso, Río de Janeiro y  Sao Paulo, junto a otras ocho subalternas-,  a la liquidación de las últimas  donatarias  y a la  extinción del estado de Maranhao.  En lo que se refiere  concretamente al plano comercial,  debe señalarse que Pombal  se esforzó por disminuir la creciente dependencia,  de Inglaterra.  Desde el tratado de Methuen, Gran  Bretaña  había adquirido  una posición privilegiada  en el mercado portugués, al extremo  que la ¾ partes de las mercancías importadas en Brasil  eran  fabricadas  por la industria  inglesa. La hegemonía  británica  había provocado frecuentes  protestas de los negociantes  portugueses, lo que obligó a la Corona  a dictar algunas  restricciones (l711). Por eso Pombal,  convencido de la necesidad  de  apuntalar el comercio lusitano, revitalizó el fenecido sistema  de las compañías comerciales, monopólicas destinadas a aprovechar  el repentino  auge agrícola  de las capitanías  septentrionales.  Así en 17 55  apareció  la Companhia  Geral  do Grao Pará  e Maranhao  y en 1759 la  Companhia  Geral de Pernambuco e  Paraiba.

Sin embargo, la penetración comercial inglesa había  alcanzado un nivel del cual las tímidas  reformas de Pombal –desplazado del gobierno  con el advenimiento de María I  en 1777- no podían hacerla descender. La presencia británica  en Brasil  ya era de tal envergadura  que servía de trampolín –a través  del intérlope– para la introducción  de manufacturas  inglesas  en los mercados hispanoamericanos. La utilización  e las rutas  de contrabando (intérlopes) por los traficantes  del Reino Unido –junto  a la expansión  territorial que con anterioridad habían  desarrollado los  bandeirantes-,  puso sobre  la mesa  la cuestión  de la delimitación  de las fronteras entre el área portuguesa  y la española.

Las  reclamaciones  lusitanas  de ciertas regiones,  situadas bastante al oeste  de la línea divisoria  fijada en el Tratado de Tordesillas, llevó finalmente a España  a firmar en Madrid  un nuevo  acuerdo  sobre límites  (1750). Mediante este tratado se otorgaba  a los portugueses extensas zonas en las cuencas  del Amazonas y el Paraná. Además,  a cambio del disputado  asentamiento lusitano  de la colonia  de Sacramento –a partir  de la  fundación  de Montevideo  en 1726  se habían recrudecido  las  luchas hispano-portuguesas por esa villa -, España  cedía a  Portugal  las siete misiones jesuitas de la margen izquierda del río Uruguay, junto con  vastas área selváticas de la  Amazonia  y el Matto Grosso.

Cuando los portugueses  pretendieron ocupar  el territorio  de las reducciones  jesuitas, chocaron con la resistencia  indígena preparadas por los seguidores  de Loyola.  Entre 1753 y 1756  se produjeron  encarnizados combates  entre las fuerzas ibéricas y el ejército jesuita,  en las  llamadas guerras guaraníes. Aunque en la  oposición  de los efectivos  movilizados por la Orden  fue liquidada, este conflicto  impidió  el cumplimiento escrupuloso  de lo estipulado en el Tratado  de Madrid  de 1750  y sirvió  de pretexto  al monarca lusitano para negarse a entregar la colonia  de Sacramento. Por ello  el rey de España  Carlos II declaró  el 12 de febrero  de 1761,  que el acuerdo rubricado en la  capital hispana quedaba anulado, razón por la cual  los españoles  conservaron las mismas misiones –hasta 1801- y los portugueses  su estratégico enclave de la Banda Oriental.

En 1762 las fuerzas hispanoamericanas  al mando del  gobernador  de Buenos Aires, Pedro de Cevallos,  atacaron a los  portugueses en la colonia de Sacramento. La inesperada  ofensiva  española  fue toda un éxito,  pues no solo se apoderó  de la  plaza  en disputa,  sino también  de una buena parte  de Río Grande  do Sul. Simultáneamente  la lucha se extendía  también  al Matto Grosso. Un nuevo  tratado de  paz,  firmado en París  en 1763,  al término de la Guerra  de los Siete Años,  obligó a España  a devolver a los portugueses  la colonia de Sacramento, aún  cuando siguieron ocupando  ciertas zonas de Río Grande  do Sul.

Un acuerdo de este tipo era una base muy endeble  para  acabar  con el conflicto en la zona  rioplatense. Muy pronto la lucha  se reanudó en Río Grande do  Sul, con vistas a lograr  la expulsión  de los efectivos  españoles. La llegada  del mercenario  alemán Johann Heinrich  Bohn  -a quien  Pombal  encomendara  la reorganización  del  hasta  entonces  disperso sistema militar  brasileño-, permitió a las tropas  portuguesas  encerrar a sus contrincantes  en  Montevideo (1775). Al año siguiente, los españoles ripostaron  con otro potente  avance que les permitió  reconquistar   la colonia de  Sacramento  y algunas áreas  de Río Grande do Sul. Cuando todo parecía  indicar  que era inevitable el estallido  de una guerra entre los dos reinos  de la península  ibérica  se produjo la firma  del Tratado  de San IIdelfonso, el 1ro. de octubre  de 1777. En  virtud  de ese acuerdo, España mantenía su control en toda la Banda Oriental  mientras Portugal recuperaba las comarcas perdidas en Río Grande do Sul, así como los territorios  en litigio en Matto Grosso. En 1788  el entendimiento hispano-portugués se complementó  por medio  del Tratado de El  Pardo -referido básicamente  al  problema  de los intérlopes -,  que entregó a Madrid  el derecho exclusivo  de la navegación  por la cuenca  del Plata. Al  comenzar el siglo XIX,  las disputas  fronterizas  entre España y Portugal  no habían concluido, pero ya  para entonces  aparecían  interrelacionadas  con los sucesos  de la independencia  americana.

Los precursores de la Independencia

En las postrimerías  del siglo XVIII  cobraron auge los movimientos criollos  contra el poder colonial  y la hegemonía  portuguesa,  impulsados  por el pensamiento iluminista europeo  y el impacto provocado  por la liberación  de las 13 colonias  inglesas  de Norteamérica y, más tarde, por la Revolución Francesa de 1789. La proliferación de las conspiraciones anticolonialistas puso al descubierto que la existencia de un  sentimiento nacional en Brasil  era un fenómeno  asociado al ascenso  de la burguesía a escala mundial, cuya  ideología, revolucionaria  dentro de un orden  predominantemente precapitalista, contagiaba  a los sectores  más avanzado  de la sociedad  luso americana. La  agudización  de las contradicciones entre los naturales  de la colonia  y los portugueses levantó un rosario  de complots  que tuvieron por teatro  a las principales localidades brasileñas: Minas Geraes,   Bahía, Río de Janeiro  y Pernambuco.

La más conocida  de esas conspiraciones  criollas fue la  llamada  inconfidencia  mineira. Como se  sabe, desde  principios  del siglo XVIII  existían  en Minas  Geraes intensas  contiendas  entre los criollos y los representantes  de la Corona en torno a las utilidades  provenientes del oro. La apreciable  disminución  de la producción  aurífera, junto al mantenimiento  extorsivos impuestos coloniales y el incremento  de las  restricciones  políticas  y comerciales,  crearon de nuevo  una situación  explosiva  en el territorio  donde  ya se habían producido la Guerra de los Emboabas y la rebelión  de Felipe  dos Santos.  Por sí esto fuera poco, en 1785 la monarquía  lisboeta  había ordenado  la extinción  de todas las manufacturas  textiles,  lo que afectó  directamente  a los fabricante de paños  de Minas  Geraes. En medio de ese clima  de descontento llegaron de Europa  varios estudiantes  criollos que se encargaron  de difundir  algunos  principios de la filosofía  de Voltaire y  Rousseau,  así  como las experiencias  de  la revolución  de independencia  de Estados Unidos  de Norteamérica. Alrededor de esas ideas  se fue  tejiendo  un núcleo  criollo,  constituido  en su mayor parte  por acaudalados  propietarios  de minas,  entre los cuales sobresalían  Claudio Manuel  da Costa, Tomás Antonio Gonzaga  e Ignacio José  de Alvarenga  Peíxoto. De los participantes  del complot el que  más decolló fue un oscuro  alférez  de caballería,  nombrado  Joaquín  José  da Silva Xavier,  a quien se le conocía  como Tiradentes por su antigua  profesión  de dentista. Tiradentes  resaltaba  entre todos  no solo por ser  el único  de extracción  humilde, sino  también  por su vinculación con las masas  populares y su fervor  proselitista.

En1788 los preparativos  del levantamiento  revolucionario  se aceleraron  con la llegada del gobernador  de Minas Geraes  Luis Antonio  Furtado  de Mendoca, vizconde  de  Barbacena, al que la  metrópoli encomendó  el cobro de las deudas fiscales  la derrama. Desde  hacía  varios años los dueños  de los yacimientos  auríferos  habían dejado  de pagar  los tributos  reales  ante la ostensible disminución  en la extracción  de oro. En tales circunstancias,  los criollos prepararon  para  principios  de 1789 una sublevación  en Minas  Geraes, región  que como  Virginia  en los Estados Unidos,  debía dar el ejemplo  al resto de la  colonia. Se pensaba  establecer una república  independiente –con capital en Sao Joao d´El Rei-,  que estaría  destinada a  llevar adelante  las tareas de la emancipación: extinción de los gravámenes  atrasados, libre tránsito  interno por la colonia  y libertad  de comercio. Para  garantizar el éxito del plan, los  conjurados habían establecidos contacto con los oficiales  criollos  de Río de Janeiro y Sao Paulo y se contaba  también  con la participación  del propio jefe  de la fuerza pública  de Minas  Geraes: teniente coronel Francisco de Paula  Freire  Andrade.

Enterado el gobernador  de los preparativos  revolucionarios  por la delación de un traidor, se suspendió momentáneamente el cobro de las deudas fiscales  y se dispuso el encarcelamiento de los principales involucrados en el complot. Con relativa facilidad  los conspiradores fueron  detenidos  y,  tras un largo proceso judicial, condenados a diferentes  penas, desde  el confinamiento  y el ostracismo hasta la muerte.  Esta última  sentencia les fue impuesta  a los líderes de la infidencia mineira:  pero el 20 de abril  de 1792  todos los condenados  a la  pena capital fueron perdonados  por el rey –y desterrados  al África-, menos Tiradentes que, convertido por la  Corona  en chivo expiatorio, dado su origen  humilde así como por su  aureola popular,  fue al día siguiente  ejecutado y descuartizado.

Un carácter distinto  tuvo el movimiento revolucionario que  algunos historiadores han denominado  de los alfaiates (sastres) de Bahía.  Esta conspiración,  incubada  en la otrora capital de Brasil, fue probablemente  la más importante  de cuantas se  organizaron en vísperas de la independencia y, diferencia  de la anterior, no estaba tan influenciada  por la emancipación norteamericana,  sino por la Revolución Francesa. Su singularidad era también  avalada por la gran cantidad  de participantes -alrededor de 670 fueron procesados- pero sobre todo, por su composición  social.  Desde el punto de vista de su contenido  clasista se trataba  de una conspiración de trabajadores –en  su mayoría mulatos-, en la que ocupaban un lugar relevante los artesanos de los “oficios bajos”, pequeños propietarios, plantadores  arruinados,  soldados de los regimientos  de líneas e incluso esclavos  urbanos. La infidencia  bahiana, en más de un  aspecto  semejante a la conspiración  de los iguales  de Gracchus Babeuf en París (1796), estaba encaminada  a proclamar  la república  para lograr -bajo el influjo  de consignas  jacobinas- la libertad civil  mediante  la igualdad racial,  el fin de las restricciones  a oficios,  el comercio libre y la abolición de la esclavitud. El 13 de agosto de 1798  los complotados  se volcaron  a las calles  y proclamaron  el establecimiento  de una república  y dieron vivas a la Francia de Napoleón, aplastados sin  contemplaciones  por las autoridades coloniales, todos los implicados fueron  encarcelados.  Los más comprometidos  en la conspiración bahíana  fueron condenados a muerte y ejecutados:  Joao  de Deus  Nascimento,  Lucas  Danta, Luiz Gonzaga das Virgens y Manuel  Faustino  dos Santos  Lira.

Otras dos conspiraciones  de ciertas significación  abortaron  en Río  de Janeiro   (1794) y Permabuco (1801). A la primera se le denomina la confidencia carioca y comenzó en 1786 a través de la actividad de una supuesta Sociedad Literaria, que servía de pantalla para la difusión de las doctrinas revolucionarias europeas por un grupo de comerciantes criollos, disgustados con los abusos del monopolio lusitano. Descubierto por los representantes de la Corona, los involucrados fueron encarcelados bajo la acusación de pertenecer al “partido francés”. Algo similar ocurrió un poco más tarde en Pernambuco, donde la conspiración estaba encabezada por dos prominentes criollos: Manuel Arruda Camara y el sacerdote Azaredo Coutinho.

La frustración de todos estos movimientos precursores no   pudo impedir la marcha ineluctable de la historia, que conducía a la supresión del yugo colonial. Al despuntar el siglo XIX las condiciones objetivas y subjetivas estaban ya maduras para emprender el proceso independentista que, al igual que el capitalismo, daba sus aldabonazos a las puertas del Brasil.

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