BREVE HISTORIA DEL BRASIL III – A. Prieto y S. Guerra.

Breve Historia del Brasil

Alberto Prieto y Sergio Guerra
La Habana, 1991

Los bandeirantes y la conquista del interior


Sudamérica Diego Homem. 1558. Museo Británico. Londres

Durante el  período de la dominación española en Portugal, los colonos de Brasil comenzaron su expansión sistemática al interior. Partían de las villas costeras para emprender la exploración del amplio territorio oculto por las montañas y colinas del litoral. Hasta ese momento la colonización lusitana no se había sentido fuera de la estrecha franja costera y siempre  dentro de los limites establecidos por el Tratado de Tordesillas. La unión de los tronos de España y Portugal no solo permitió el intercambio comercial entre las colonias ibéricas -que se manifestó a través de los viajes de los “cristianos nuevos”, de origen judío, a Hispanoamérica y de los peruleiros a Brasil-, sino que también favoreció la realización de incursiones portuguesas por encima de las fronteras fijadas en el acuerdo de 1494. La aparición de esas expediciones en un área hasta entonces vedada, tenía como meta la búsqueda de oro, plata, piedras preciosas y, como ya se ha explicado, indios. Fue a este tipo de empresa a la que se denominó bandeiras. Con esta palabra se designaba a los grupos de aventureros que se integraban bajo una estructura paramilitar y que esgrimían como signo distintivo un pendón o bandera. Las bandeiras se legalizaban en los registros municipales y podían ser organizadas por las autoridades coloniales o por la iniciativa particular de comerciantes y plantadores, que era lo más común. Los bandeirantes se internaban en las tupidas selvas y permanecían en exploración durante varios meses, hasta encontrar algún objeto de valor que llevar a los mercados de la costa. El número de participantes en esas campañas oscilaba entre 60 y 500 hombres.

Todo parece indicar que el lugar de origen de las bandeiras fue Sao Paulo, a partir de un núcleo humano libre -los mamelucos- que se dedicaban al cultivo de la tierra. Atraídos por las enormes ganancias que se conseguían por medio de la localización de minerales preciosos o por la captura de esclavos, estos mestizos paulistas abandonaron sus ocupaciones y nutrieron las bandeiras.

Desde el principio las condiciones geográficas y los intereses económicos fijaron las rutas de esas exploraciones. Las redes hidrográficas del Paraná, el Sao Francisco y luego el Amazonas, proporcionaron dinámicas vías de comunicación por donde fluyeron los bandeirantes. Buena parte de esas expediciones salían de Bahía o Sao Paulo, para recorrer en todas direcciones la amplia meseta central. Más tardes, con el crecimiento de las villas de Belem, Sao Luiz y otras localidades de Maranhao, las incursiones se repitieron en la cuenca amazónica.

El antecedente inmediato de los bandeirantes se halla en las primeras travesías portuguesas por la gran meseta brasileña que, iniciadas en los años 1531-1532, se generalizaron después de 1560 con el nombre de As entradas. De entre ellas vale la pena citar las campañas dirigidas por Martín Carvalho, Francisco Bruza de Espinosa, Vasco Rodríguez de Galdas, sebastiao Tourinho, Blas Cubas y Antonio Días. Sin duda la más famosa de todas fue la que salió de Bahía bajo la dirección  de Gabriel Soares de Sousa,  a fines del siglo XVI, en pos del “país del oro” y que recorrió de abajo a arriba un buena porción del valle del Sao Francisco.

En rigor, los primeros bandeirantes paulistas comenzaron examinando los márgenes del Tieté, un tributario del caudaloso Paraná. Ya entre 1596 y 1597 la expedición de Joao Pereira da Silva Botafogo llevó sus incursiones hasta la meseta del Paraiba, al nordeste de Sao Paulo. Luego los bandeirantes se encaminaron en dirección oeste, y se toparon con las   avanzadas españolas que desde el Paraguay habían cruzado el Paraná rumbo al mar, camino en el que fundaron las villas de Ciudad Real (1557) y Villa Rica (1576). Por la misma zona de la orilla izquierda del Paraná apareció un grupo jesuitas que, con autorización de Madrid, comenzó a reunir a los indios de las cercanías. Así, en 1610 se fundó la primera misión (Loreto) en el Guaira, en el actual estado de Paraná. Otros jesuitas, procedentes también de España, les siguieron y ya hacia 1630 la Orden poseía en la cuenca del Plata cuatro amplias comarcas con miles de aborígenes reunidos en 27 misiones. Esas áreas eran las ya  mencionadas del Guaira, la del Paraná medio (Paraguay), la ubicada en Entre Ríos y, por último, la del margen izquierdo del Uruguay (Siete Misiones).

Las reducciones del Guaira, por estar más próximas a Sao Paulo, fueron las que primero amenazaron los bandeirantes. Los cazadores de esclavos sentían gran atracción por los indios de las misiones, mucho más valiosos que los que vivían en libertad. Los jesuitas no solo disciplinaban y enseñaban a los aborígenes a trabajar la tierra, sino que también los reunían en un sitio con buenas comunicaciones, facilitaban así la tarea a los paulistas. En 1628 cientos de bandeirantes, encabezados por Manuel Preto y Antonio Raposo, atacaron y destruyeron varios centros jesuitas enclavados en la orilla izquierda del Paraná y se llevaron miles de Indios para los mercados de esclavos de Sao Paulo y otras villas costeras. Una suerte similar corrieron las demás reducciones del Guaira. Al final los jesuitas, tras apelar infructuosamente a todo tipo de recurso legal para detener a los bandeirantes, tuvieron que abandonar la comarca. La retirada de la Orden obligó a su vez a los españoles a evacuar los poblados de Ciudad Real y Villa Rica, desguarnecidos frente a los asaltos paulistas. No satisfechos con la conquista del alto Paraná, los bandeirantes persiguieron con saña a los jesuitas hasta sus otros reductos del Paraguay, Entre Ríos y la Banda Oriental.

Durante la primera mitad del siglo XVI los bandeirantes no dieron tregua a los jesuitas ni dejaron de realizar sus incursiones en busca de esclavos e hicieron caso omiso a las disposiciones oficiales que trataban de impedir sus razzias por el serrato. Sin embargo, la separación de España y Portugal hizo muy difícil la penetración de los paulistas en el territorio hispanoamericano, por lo que tuvieron que dejar sus ataques a las reducciones jesuitas y conformarse con llevar sus campañas al norte y al oeste. De esas expediciones las mas importantes fueron la de Antonio Raposo (1650) por el Amazonas, la de Joao Amaro (1673) por el interior de la capitanía de Bahía y la del famoso Domingo Jorge Velho por Piaui.

Pero la colonización portuguesa por la cuenca amazónica avanzó, no gracias a los paulistas, sino al impulso que le dieron las exploraciones organizadas en maranhao, sobre todo en la villa de Pará. En 1623 Luiz Aranha de Vasconcelos recorrió más de 400 leguas por el río Amazonas, desde la villa de Belem (Pará). Otra importante expedición, que también salió de Pará, fue la dirigida por Pedro Texeira en 1639, y que se convirtió en la cuarta que navegó de punta a cabo el Amazonas –después de Orellana, el vasco Lope de Aguirre (1560) y unos frailes franciscanos (1636)-; y la primera que lo hizo en el sentido inverso a la corriente, lo que le permitió llegar hasta Quito, para regresar ulteriormente a su punto de partida (Belem). Texeira murió al año siguiente de esta proeza, pero otros destacamentos provinieron de Pará continuaron el examen de la rica cuenca amazónica, en pos de los desdichados indios. Por otra parte, la pérdida de las fuentes asiáticas de especias y drogas que se comercializaban en Portugal introdujo un incentivo adicional a la exploración de la región.

A fines del siglo XVII el codiciado oro, buscado afanosamente desde la época del descubrimiento por conquistadores y bandeirantes, apareció en grandes cantidades. Los primeros yacimientos de cierta significación se habían hallado casi un siglo antes (1590) en una de las sierras al norte de Sao Paulo, pero pronto se agotaron. La esperanza de encontrar otros filones no se desvaneció, por lo que se prepararon nuevas expediciones, especialmente de los paulistas. En la búsqueda de metales preciosos y esmeraldas salió en 1673 Fernao Días Paes, quien llegó hasta el nacimiento del río Sao Francisco. Fernao Días nunca halló los ambicionados placeres auríferos, pero sus seguidores, Manuel Borba Gato, Rodrigo de Castello Branco y sobre todo Antonio Rodríguez Arzao tuvieron mejor fortuna, pues el oro en definitiva se descubrió precisamente en el curso alto del Sao Francisco, por los años 1675 y 1680. Otros importantes yacimientos se encontraron más tarde (1697-1698) algo al sureste, en las márgenes de un tributario del Sao Francisco –das Velhas- y en el río Doce, que desagua en el Océano Atlántico al noroeste del Río de Janeiro. Allí, en las fuentes de ambas arterias, se fundó en 1690 una villa que se convertiría en el centro de la explotación minera: Ouro Preto (Villa Rica). A la vez, la zona  donde se encontró el oro recibió el nombre de Minas Geraes.

La aparición del oro imprimió un nuevo giro a la actividad de los bandeirantes, quienes desplazaron el escenario de su acción hacia Minas Geraes. De esa manera, a principios del siglo XVIII, las cacerías de esclavos era una cosa del pasado y dejaban como herencia la desaparición de buena parte de la población aborigen. Desde otra perspectiva, las incursiones de los bandeirantes no solo contribuyeron a la creación de nuevos asentamientos donde ellos mismos se descentralizaron –Matto Grosso, Goiás, Minas Geraes, etc.- sino que también prepararon las condiciones para la penetración de ciertos cultivos agrícolas y la ganadería en áreas del interior.


Economía y comercio

El crecimiento económico experimentado en Brasil durante el siglo XVII permitió ciertos cambios en la política colonial portuguesa, particularmente en lo referido al control gubernamental sobre el comercio, la economía y la vida social en su conjunto. Por esa época el azúcar seguía siendo el principal rubro de exportación, por lo que suministraba a la Corona, desde la segunda mitad del siglo XVI, los mayores ingresos por concepto de impuestos y rentas de aduana. Se estima que hacia 1612 estaban en plena actividad unos 170 ingenios, la mayor parte ubicados en Bahía y Pernambuco. Cuando esa actividad llegó a su apogeo, entre 1629 y 1660, existían unos 300 trapiches que generaban alrededor de tres millones de arrobas de azúcar. Esa notable producción convirtió a Brasil en el centro del decadente imperio colonial lusitano, pues a Portugal ya le habían arrebatado sus mejores posesiones en Asia y África.

A partir de 1660 el virtual monopolio mundial del azúcar brasileño cedió su lugar ante la competencia de las nuevas plantaciones del Caribe, fomentadas por Inglaterra, Francia y Holanda. A ello se unió el cierre de los principales mercados europeos, provocado por la política mercantilista, lo que trajo por consecuencia la disminución de la producción azucarera de  Brasil. La pérdida definitiva de una parte importante de los mercados exteriores provocó la desintegración de un sector de la agricultura de exportación, que se transformó en una actividad de subsistencia. La economía brasileña no pudo recuperarse del golpe recibido con la merma de las plantaciones hasta que surgió el ciclo de exportación minero, a fines del siglo XVII y principios del XVIII.

Casi paralelamente se efectuaba la expansión de la cría de ganado vacuno –hasta entonces limitada a las colinas del noreste y las planicies meridionales- por el valle del Sao Francisco y el interior de Sao Paulo y Paraná –más tarde incluso Minas Geraes-, siguiendo el camino abierto por los bandeirantes. Pero la ganadería durante toda la etapa colonial solo tendría un rol secundario dentro de la economía brasileña. En un principio abastecía de carnes y bestias de tiro a las plantaciones  de Bahía y Pernambuco, y después de la crisis azucarera desempeñó un papel semejante en relación con las necesidades de las localidades mineras del interior.

La exportación del azúcar, tabaco –productos que entonces despuntaban en la agricultura brasileña-, cueros y otros artículos fue libre durante muchos años para los habitantes de la América Portuguesa, quienes estaban autorizados hasta para comerciar con extranjeros. Se sabe que desde 1579 existía cierto tráfico mercantil entre el puerto de Sanctos y Londres. Sin embargo, la unión de España y Portugal en 1580 dio vida a una política cada vez más restrictiva en esta materia. Ya a fines del siglo XVI  se prohibió expresamente a todos los buques foráneos hacer escala en Brasil, salvo si tenían un permiso especial concedido por la Corona. En 1605 se ordenó el estricto cumplimiento de la prohibición que también vedaba el ingreso a los súbditos extranjeros. A raíz de la separación de España y Portugal (1640), la corte de Lisboa tuvo que hacer algunas concesiones mercantiles a Inglaterra, en pago por la ayuda prestada a la familia de los Braganca para ocupar el trono lusitano. Por ese motivo se otorgó a los ingleses la facultad de comerciar directamente con los puertos brasileños, a la vez que se les concedían rebajas arancelarias, el derecho a asentarse en la colonia y el privilegio de extraterritorialidad. En fechas posteriores (1654 y 1661) estas licencias fueron ratificadas y se hicieron extensivas a los holandeses, como parte de la compensación acordada por la pérdida de Pernambuco.

La aparición de las controvertidas compañías comerciales portuguesas entre 1649 y 1682 creó nuevas restricciones al tráfico mercantil, pues se pasó de una relativa libertad de comercio al establecimiento de un rígido régimen monopólico, que poco tenía que envidiar al implantado por Madrid en Hispanoamérica. La creciente oposición de los colonos a este exclusivista sistema mercantil –que alcanzó su máxima expresión con la rebelión de Backman-, obligó a la Corona a liquidar los favores otorgados a estas compañías. Así en 1687 desapareció la de Maranhao y en 1721 la que operaba en el llamado Estado del Brasil.

A la par del comercio legalmente autorizado prosperaba el contrabando, en especial el que comprendía la costa oriental brasileña con el Perú a través del Río de la Plata. Desde una fecha tan temprana como 1552, España hizo todo lo posible por impedir el tráfico clandestino que afectaba la efectividad de su monopolio y drenaba una parte de la plata altoperuano. Pero en 1580, tras la unión de los tronos ibéricos, el gobierno de Madrid se vio precisado a admitir el intercambio mercantil entre la América portuguesa y la española. Luego, cuando ambas monarquías se volvieron a separar, las autorizaciones fueron suspendidas, aunque se continuaron otorgando licencias eventuales para la venta de esclavos africanos procedentes de Angola, colonia que la monarquía lisboeta había recuperado en  1649.

La lucha entre Portugal y España por el dominio de la estratégica ruta a Perú –más las disputas por la explotación del ganado cimarrón existente en la Banda Oriental del río Uruguay-, condujo a la Corona lusitana a emitir un decreto el 12 de noviembre de 1678 que ordenaba la ocupación de la orilla norte del Plata. En enero de 1680 el capitán general de Río de Janeiro, Manuel Lobo, alcanzó esa meta con una expedición y fundó la Nova Colonia do Santísimo Sacramento. En realidad la villa no era más que un avanzado fortín militar, separado de Brasil por un inmenso territorio sin colonizar aún por los europeos y sus descendientes. Muy pronto la plaza se convirtió en el eje del comercio clandestino con Hispanoamérica, motivo por el cual, a fines de 1680, un destacamento español, comandado por José de garro, desalojó a los portugueses de su cómodo puesto frente a Buenos Aires, al que volvieron el 24 de febrero de 1682 gracias al apoyo de las fuerzas de Francisco Naper de Alencastro. El descubrimiento de los yacimientos auríferos de Minas de Geraes alteró la posición de Portugal sobre este asunto ya que, como España, temía la filtración de una parte de sus riquezas a través del contrabando. Por eso desde 1693 el comercio ilegal comenzó a ser seriamente perseguido en virtud de la acción conjunta de ambos reinos ibéricos.

El aumento del interés de Portugal por su colonia americana no solo se reflejó en las restricciones del comercio o mediante la elevación de los gravámenes y creación de nuevos monopolios –desde mediados del XVII se había instaurado el estanco del tabaco y la sal-, sino que también se manifestó por un reajuste del aparato administrativo real. En 1604 se fundó el Conselho da India que siguiendo el modelo español, estaba encargado de la atención de todo lo que tuviera que ver con las posesiones lusitanas. Por un decreto oficial del 14 de julio de 1642, este se transformó en el Consejo Ultramarino, con funciones semejantes a las de su antecesor. La elaboración de las Ordenacoes Filipinas y del Código de Minas, ambos en 1603, fueron una muestra más de la intención metropolitana de hacer sentir con mayor peso su presencia en el nuevo mundo. Por si esto fuera poco, a fines del siglo XVII se dio un fuerte golpe a la autonomía local al crearse los guises de fora, en sustitución de los jueces ordinarios electivos, a la vez que el Estado colonial regularizaba la circulación monetaria con la creación de la Casa de Moneda.

Por otro lado, la inseguridad de las naves que comunicaban a Portugal con Brasil ya había obligado a la Corona a determinar en 1571 los viajes en grupos de por lo menos cuatro bajeles. Más adelante, en 1660, se dio un ordenamiento definitivo a este sistema con la organización de convoyes protegidos por buques de guerra. Flotas separadas se establecieron con destino a Pará-Maranhao, Pernambuco, Bahía y Río de Janeiro.

Repercusiones de la Guerra por la Sucesión española

El siglo XVII vino acompañado de una importante modificación en la correlación internacional de fuerzas. El exitoso proyecto francés de imponer en el trono hispano a la dinastía de los Borbones abrió una nueva etapa en la lucha de las potencias coloniales. La alianza entre las casa reinantes de Francia y España, y el acercamiento de Portugal a la órbita inglesa, trajeron profundas repercusiones para el ámbito americano.

El estallido de la confrontación franco-británica, en la Guerra por la Sucesión española entre Francia e Inglaterra (1701-1703), aceleró la culminación de las negociaciones que desde 1691 sostenían dos diplomáticos ingleses –John Methuen y su hijo- con los representantes de la monarquía lusitana. Mediante el tratado de Methuen (1703), Portugal se unía a Gran Bretaña, Holanda y Australia en la lid contra Francia y España. Ese acuerdo no solo ataba al reino portugués a los planes británicos, sino que también otorgaba a Inglaterra una posición privilegiada en el comercio lusitano. Por ese convenio, Portugal abría de par en par sus aduanas –incluyendo las colonias- a las manufacturas británicas, a cambio de algunas ventajas para sus vinos en el mercado inglés. Con este desigual mecanismo, el naciente capitalismo británico ahogaba cualquier intento de desarrollo industrial en Portugal y sus posesiones de ultramar y obtenía además, en pago por los textiles británicos que se introducían en los mercados lusitanos, buena parte del oro brasileño. Hacia 1717 ya se habían instalado en Lisboa cerca de 90 casas comerciales inglesas, como símbolo de lo caro que costaba a Portugal el intento de sobrevivir –mediante un pacto con el Reino Unido- como potencia colonial.

Otra consecuencia de la Guerra por la Sucesión española fue que convirtió al nuevo mundo en uno de sus campos de batalla. La entrada de Portugal en esa conflagración provocó que desde 1704 fuerzas franco-españolas atacaron a Brasil. Los atracos de los corsarios reaparecieron e hicieron víctimas en las poblaciones costeras y las embarcaciones lusitanas en alta mar. En 1710 esas acciones aisladas dieron paso a una agresión de mayor envergadura: los armadores de Brest organizaron una escuadra con el objetivo de asaltar la plaza de Sao Sebastiao en Río de Janeiro. Con ese fin reunieron 6 barcos y más de 1000 hombres puestos a las órdenes de Jean Franciscois Duclerc.

La flota francesa apareció en aguas brasileñas en agosto de 1710. El 27 los barcos de Duclerc fondearon en la propia Bahía de Guababara, junto a la IIha Grande. En ese lugar descendieron de las naves e irrumpieron en los caseríos e ingenios de los alrededores. Unos días después, el 7 de septiembre, Duclerc emprendió el asalto a la villa de Sao Sebastiao, mediante la combinación del bloqueo por mar con el ataque terrestre de las fuerzas que previamente habían desembarcado en Guaratibá. Pero los soldados franceses sufrieron una aplastante derrota frente a los combatientes portugueses dirigidos por Bento do Amaral Coutinho y el fraile Francisco de Menezes, quienes un año antes se habían distinguido en la Guerra de los Emboabas. La encarnizada lucha terminó el 20 de septiembre, con una indiscutible victoria de los defensores de la villa. Los atacantes tuvieron grandes pérdidas y   cientos de prisioneros fueron capturados por los lusitanos, entre ellos el propio Duclerc, quien no sobrevivió al cautiverio. El resto de la expedición se retiró a Martinico.

Con la idea de vengar esta afrenta a las armas francesas y obtener utilidades con el saqueo de la villa, los comerciantes de Bretaña facilitaron el dinero para equipar una escuadra  todavía  más poderosa que la del desaparecido Duclerc, 15 navíos, 700 cañones y más de 4000 hombres, al mando del experimentado Duguay Trouin, se aparecieron en septiembre de 1711 frente a las costas de Brasil. El día 12 la armada punitiva francesa bombardeó indiscriminadamente Sao Sebastiao, mientras una flota lusitana anclada en la bahía Gunabara se autodestruía para evitar ser capturada indemne. La resistencia portuguesa se desmoronó como un castillo de arena por la ineptitud del capitán general Francisco de Castro Moraes, que abandonó la plaza a merced de los invasores. A pesar de ello, algunos grupos se batieron denodadamente contra los franceses, como el destacamento dirigido por Bento  do Amral, quien perdió la vida en uno de los combates. Sin  más obstáculos en su camino, el día 22, los hombres de Trouin ocupaban  Sao Sebastiao, liberaron a los prisioneros de la expedición de Duclerc y sometieron la villa a un sistemático saqueo. A la postre, tras varias semanas de negociaciones, los franceses accedieron, el 4 de diciembre, a devolver Río de Janeiro a cambio de un buen rescate y un cuantioso botín.

La Guerra por la Sucesión española tuvo también por escenario a la colonia de Sacramento, sometida por fuerzas de lo Borbones a un tenaz bloqueo, que obligó a los portugueses a abandonarla (marzo de 1705). Al firmarse en el 11 de abril de 1713 la paz de Utrecht, Portugal recuperó valiosa posesión de la Banda Oriental y obtuvo de Francia el reconocimiento de los límites exigidos en las limites de la Guayanas, junto con la seguridad de que el gobierno de París renunciaría a toda reivindicación para navegar el Amazonas.

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