CRONICA DE LA REVOLUCION DE MAYO VII. Carta IV

Carta dirigida por Buenaventura Arzac a Juan Ramón Rojas

Buenos Aires, 21 de mayo de 1810

Vendedora callejera. Rio de la Plata.

Mi amado J. R. (1) : No creas que me haya olvidado del deber en que estoy de darte cuenta de lo que ha ocurrido desde el sábado hasta hoy. Como antes te dije, en la del sábado 19, que fue, como va ésta, por un chasque que hacemos a la Colonia con comunicaciones para Pino todo quedó pendiente (el 18) de la venida de Saavedra. Este llegó ese día de San Isidro: gran número de amigos y oficiales lo estábamos esperando en su casa. No lo dejamos bajar del caballo y lo trajimos al cuartel. Allí lo rodeamos, Martín, todos los comandantes y un sinnúmero de oficiales de todos los cuerpos, declarándole que no tenía más remedio que ponerse a nuestra cabeza. Todos le hemos declarado que ya no queremos contemporizar, y que es preciso convocar al pueblo para deponer al virrey y formar nuevo gobierno. Martín ha estado claro y firme como siempre: ha gritado, manoteado y ha atronado la mayoría con su vozarrón, llevándoselo todo por delante, porque ya sabes que aunque es muy buenazo y gran patriota, no es muy fino que digamos. Saavedra se ha mantenido algo frío y reservado, pero al ver que todos aplaudíamos a Martín y que la gente del patio le gritaba, viva y viva, con frenesí, ha cedido y nos ha dicho que tenía que consultar con los hombres de peso que debían acompañarlo a dirigir el asunto. En esto se entraron de sopetón, abriéndose lugar, las madamas Casilda, Angelita (2) y las dos hermanas Isabel y Juanita P. con las de Lasala y Riglos. Venían de rebozo celeste y ribeteado de cintas blancas; rodearon a Saavedra y la madama de Peña le dijo:
-Coronel, no hay que vacilar; la patria lo necesita para que la salve; ya usted ve lo que quiere el pueblo, y usted no puede volvernos la espalda, ni dejar perdidos a nuestras maridos, a nuestros hermanos y a nuestros amigos.
-Señoras mías -dijo Saavedra-, yo estoy pronto y siempre he sido patriota.
En esto se levantó una gritería de vivas y de aplausos a las matronas argentinas…
-Pero -continuó diciendo don Cornelio- para hacer una cosa tan grande es preciso pensarlo con madurez y tomar todas las medidas del caso.
-Pues bien -le dijo Isabelita tomándolo del brazo- venga usted con nosotras a lo de Peña, que allí lo están esperando a usted muchos amigos.

Y se lo sacaron en medio de la alegría y del entusiasmo de todos nosotros. Te juro, querido J. R., que en aquel momento se me presentó Roma con sus Cornelias, sus Volumnias y sus Camilas ; y los ojos se me llenaron de lágrimas. ¡Aquello era hermoso! T… (3) con los aires de marqués y de galante que tú le conoces estaba en sus glorias, levantando la cabeza y luciendo la coturraquería que, como sabes, es su fuerte o su débil. ¡Qué se había de quedar en el cuartel!… Le dio el brazo a Eusebia Lasala y se fue en lo más lucido de la comitiva, mientras que Martín, desaliñado y fogoso iba también perorando entre un grupo de bravos muchachos que andan locos por sacar los sables y oír balazos.

En lo de Peña estaban reunidos Castelli, Manuel Belgrano, Vieytes, Darregueira, Irigoyen, Chiclana, Moreno, Paso y F. A. Escalada, con otros. Algunos recibieron a Saavedra diciéndole que era preciso tomar la plaza con los cuerpos de ciudadanos libres y formar un nuevo gobierno, para no darle lugar ni tiempo a Cisneros de intrigar y de armarnos alguna traición.

Se discutió mucho: French dijo que él no tenía confianza ninguna en el Cabildo, porque allí todos son enemigos nuestros menos Anchorena (Tomás) y porque Leiva era hombre de dos caras que no había de decir nunca si era patriota o si era servil. Pero Saavedra se puso del lado de Zavaleta y de los más juiciosos, que no querían ir todavía a ese extremo. Por último se resolvió que Saavedra iría con Belgrano a entenderse con el alcalde de primer voto Lezica, para exigirle que citase a Cabildo Abierto, si es que quería evitar una gran pueblada y las muchas desgracias que eran consiguientes. Castelli ofreció ir a decirle esto mismo a Leiva, y decidirlo. Vuelven en este momento diciendo que Lezica se había mostrado al principio muy atemorizado de irle con esta embajada al virrey. Saavedra, le dijo:

-La cosa es tan seria, señor alcalde, que yo mismo estoy ya sindicado de traidor porque contengo a los paisanos, aconsejándoles moderación hasta que ustedes llamen al pueblo por los resortes legítimos. Si ustedes no me ayudan, y si para el lunes 21 no se convoca al pueblo, no me queda más remedio que ponerme a su cabeza, y ¡qué sé yo lo que vendrá! Ustedes serán los responsables de lo que suceda.

El alcalde oía cabizbajo y caviloso; pero al fin cedió y prometió que esa misma noche hablaría con Leiva, y que al otro día (domingo) se vería con Cisneros para informarle de todo lo que ocurría. Belgrano le dijo entonces:

-Y dígale usted de nuestra parte que si el lunes no hay Cabildo Abierto, obraremos de nuestra cuenta; sin consideración a nadie, porque esto no admite vacilaciones ni términos medios: el pueblo quiere ser soberano y libre.
Se ha resuelto demorar el chasque para imponer a Pino y a Luis Balbín del resultado final, así es que tengo tiempo de ir poniéndote lo que vaya ocurriendo. Ayer domingo reunió el alcalde Lezica a todos los cabildantes, y les impuso de la exigencia que le habíamos hecho. No había por supuesto uno de ellos que no estuviera al cabo del estado en que están las cosas y que no ande caviloso con los gritos que se oyen por todas las calles, de que se deponga al virrey.

Atemorizados y convencidos de que la gravedad del caso crece por momentos, resolvieron que era indispensable que el alcalde mayor pasase a conferenciar con el virrey, y le rogase que consintiese en la convocación del vecindario. Cisneros afectó mucha confianza, y mucho menosprecio de lo que él llamaba esa turba de sediciosos, y contestó que no resolvería nada por el momento, porque quería antes hablar con los comandantes de las fuerzas, a cuyo fin los llamaría por la noche a la Fortaleza. En efecto, el mayor de plaza pasó a invitarlos uno por uno dándoles la hora de las siete. A eso de las cuatro, se reunieron todos en el cuartel del 1° de patricios. Alguien dijo que corría la voz de que el virrey pensaba. echarse sobre ellos cuando entraran al Fuerte; y sorprender los cuarteles, poniendo su guardia a las órdenes de Durán y Villamil o Quintana, y como no hay nada que despreciar en estos casos, se convino que Terrada con J. R. Balcarce, Bustos y Díaz Vélez, tomasen el mando de los granaderos que daban guardia en el Fuerte; que se apoderasen de todas las llaves de las entradas, mientras los demás subían a los salones del virrey. Arreglado así, se presentaron a la hora indicada. Se notó que don Pedro Durán, el jefe del Fijo, se les había hecho humo en el pasadizo, dirigiéndose al cuerpo de guardia; pero notaría la presencia y disposiciones de Terrada, porque un momento después subía las escaleras del salón del virrey, y así que entró se fue a hablar en privado con el fiscal Caspe y con Quintana que estaban allí. El virrey los recibió a todos con mucho agasajo; y les dio cuenta de las indicaciones que le había hecho el Cabildo por medio de su alcalde mayor. Agregó que él había mirado todo aquello con menosprecio, porque contaba con la lealtad de los comandantes, y porque no creía que unos cuantos perdularios y sediciosos tuviesen cómo trastornar el orden de la monarquía ni hacer vacilar la fidelidad que todos le debían al señor don Fernando VII. Martín Rodríguez se incomodó y le dijo que estaba muy engañado; que no eran perdularios ni sediciosos, sino el pueblo entero de Buenos Aires el que creía que Cádiz no tenía el derecho de llamarse representante del rey, y gobernar a la América. Cisneros se hizo el que no oía, y se dirigió a Saavedra recordándole que poco antes le había ofrecido su apoyo, como se lo había dado a Liniers. Pero dicen que Saavedra le contestó con palabras muy ambiguas, alegando que las circunstancias habían cambiado; que a Liniers lo había sostenido el mismo pueblo que ahora pedía sus derechos propios desde que ya no había en España autoridad alguna que pudiera gobernar a la América.

No te lo aseguro; pero se corre que agregó que él ofrecía siempre contener todo desorden y sobre todo en cualquier desacato contra el virrey, porque estaba seguro que las cosas no irían tan lejos como se decía, y que quizás todo quedaría en que se le nombrasen acompañados que merecieran la confianza del pueblo.

-V. E. -le dijo-, debe tener confianza en el cabildo y en la parte sana del vecindario.
¿Será verdad? Cuentan que cuando el virrey oyó esto de acompañados, se irritó mucho alegando que toda su vida había sido un hombre de honor, y que antes de ceder a tal injuria, renunciaría el cargo.

-Y por último -dijo, dirigiéndose a Saavedra- me van ustedes a sostener o no? Esto es lo que yo quiero saber.

-Nosotros estamos dispuestos a sostener lo que se resuelva en Cabildo Abierto: y por eso lo pedimos. Si no se hace Cabildo Abierto -dijo Martín-, no respondemos de las consecuencias ni emplearemos la fuerza contra el pueblo, sin autorización del cuerpo municipal que es la única autoridad legítima que queda.

En lo de Peña se han criticado mucho las palabras de Saavedra. El las niega, y dice que son exageraciones de sus émulos y de los exaltados. Sin embargo, el virrey, Quintana y Caspe parece que se las han oído; y los comandantes amigos nuestros las disculpan como cosas que se escaparon por respeto y consideración a la persona del virrey, pero sin intención de comprometerse, y sólo por obtener que autorizara al Cabildo. Moreno está bastante enojado: una persona de respeto le ha asegurado que ayer a la tarde Leiva ha estado influyendo con don Cornelio para que el cambio se limite a formar un gobierno de «acompañados europeos y americanos» y presidido por el virrey. Moreno ve grandes peligros con esto. Pero Peña y Belgrano se ríen y dicen que si así fuera perderían su trabajo, pues echarían por tierra esa trapisonda.

Así quedó el asunto el domingo 20 a la noche. En las calles y en la plaza es otra cosa: la agitación crece; y hoy 21, de madrugada, la plaza, la vereda ancha y los portales estaban llenos de gente. A eso de las 8 comenzaron a entrar algunos cabildantes, y al pasar por entre el gentío, gritaban todos: ¡Cabildo Abierto, Cabildo Abierto!, metiéndoles las manos por las caras a los municipales que marchaban silenciosos y no con poco miedo.
De repente se esparció la voz de que el virrey se negaba a lo que el pueblo quería. No se puede pintar la indignación que esto causó; el torrente de gentes se dirigió a las escaleras del Cabildo encabezadas por Belgrano, Rodríguez, French, Beruti, y los demás. Al oír este tumulto, abrió las puertas del salón el síndico municipal doctor Leiva; les rogó que se apaciguasen y les preguntó lo qué querían. Tomó la palabra Belgrano y dijo que el pueblo quería saber si se hacía o no Cabildo Abierto.

-Señores -contestó el síndico-, el señor virrey está inclinado a que se haga: anoche me lo ha dicho; pero necesitamos hacer las notas consiguientes para que todo quede regularizado en las actas. De anoche a hoy, no ha habido tiempo de nada; en este momento estamos escribiendo la nota, y se publicará todo para que ustedes lo sepan por bando: pueden ustedes retirarse tranquilos, y dejarnos trabajar. Si el señor Belgrano quiere quedarse con nosotros, y ayudarnos, tendremos grande consuelo.

Así se convino y con esta garantía el gentío se ha retirado a la plaza, pero en expectativa siempre del resultado.
A las 9 de la mañana ha salido una comisión compuesta de don Manuel José de Ocampo y de don Andrés Domínguez llevándole el oficio al virrey, y encargado de traer la contestación. A eso de las diez han regresado con el resultado, en medio de un torbellino de gentes y agitadores que los seguían, preguntándoles a voces cuál era el resultado. No se pudo evitar que entraran a las galerías y corredores y lo único que Belgrado y Leiva pudieron obtener fue que dejaran libre el salón mientras abrían el pliego del virrey y deliberaban. Cerradas las puertas, se abrió el pliego del virrey; los cabildantes se mostraron complacidos, pero a Belgrano no le hizo un efecto muy satisfactorio el texto de la comunicación, porque decía que «sólo se permitiría entrar al Cabildo Abierto a los vecinos de distinción que por medio de esquela acreditasen haber sido llamados por el Cabildo, y que se pondrían guardias en las bocacalles de la plaza para no dejar entrar sino a los que presentaran esquela». Belgrano ha objetado que esto es atentatorio e injuriante porque excluye a toda la juventud del país, a casi toda la oficialidad subalterna de los patricios y demás cuerpos de paisanos nacidos en la tierra; que con eso, lo que se iba a lograr era levantar mayor alboroto; y una indignación tan profunda que acabaría por una revolución. Pero los cabildantes le rogaron que cediese, prometiéndosele que pasarían esquelas a todos sin distinción. Belgrano dijo que no daba su consentimiento sin consultar antes con sus amigos. Mas, como salió disgustado y sin querer decir nada a la multitud que lo rodeó al momento, se volvió a clamar que el virrey engañaba al pueblo; y se formaron más grupos amenazantes. Al mismo tiempo que Belgrano, salía también Domínguez a buscar a Saavedra para que apoyase la resolución, y diese la fuerza que debía guardar las bocacalles. Cuando Saavedra llegaba al Cabildo con Domínguez, el pueblo había invadido de nuevo la casa municipal gritando que ya no quería Cabildo Abierto, sino la deposición del virrey, lisa y llanamente. Pero Saavedra y Leiva consiguieron restablecer la calma y lograron que el Cabildo quedase ocupado de la citación del vecindario; Belgrano, entretanto, se había ido a lo de Peña donde estaban los directores del movimiento y en el momento que supieron lo que había ocurrido, mandaron por Saavedra.

Este les informó de que él era quien iba a dar las fuerzas para las entradas de la plaza; y les dijo que Leiva le había dicho privadamente: que se concertase con los demás amigos para tomar de la imprenta un número crecido de aquéllas, y que las llenasen ocultamente como quisiesen, desde que en sus manos quedaba el admitir o rechazar de la plaza a quien bien les pareciera; que no hicieran alboroto y que obrasen en el límite de lo legítimo, al menos en las formas.
El oficial que va a mandar las guardias de la plaza es Eustaquio Díaz Vélez. Lo extraño para mí es que Cisneros haya consentido… ¿Tendrá esperanzas de que no le van a quitar el bastón?… ¡Todo puede ser! Pero a mi modo de ver se van a llevar un gran chasco: tu invariable.

B. V. A.

NOTAS:
(1) ¿Juan Ramón Rojas? La carta parece dirigida a persona residente en el exterior.
(2) Casilda, Igarzábal de Peña, Angela Castelli.
(3) ¿Terrada?

Vicente Fidel López:  Crónica de la Revolución de Mayo. Buenos Aires. Editorial El Quijote. 1945.

 

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