CRÓNICA DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO XVI. Carta XIII

Esta carta no tiene iniciales que indiquen firma conocida

Canelones, 3 de junio de 1810

No puede usted figurarse cuánto siento que estemos algo disentientes en nuestro modo de considerar los sucesos ocurridos en ese pueblo, del diez y ocho de mayo adelante; pero me consuela el que pensemos del mismo modo sobre el punto principal. Usted conviene intrínsecamente en la justicia y en la necesidad inevitable con que el virreinato reclamaba un cambio fundamental en los estatutos políticos que lo regían. La misma forma de gobierno o Regencia que usted habría preferido, y que considera como de suprema necesidad, dadas las causas que todo lo han perturbado, prueba que usted conviene con nosotros en que ya no era dable mantener la autoridad de los virreyes y de los intendentes en el modo y forma con que hasta ahora venían de España. Se comprende también que usted acepta la necesidad de que un país tan vasto como el nuestro, y en el que la clase de los hijos del país no sólo se ha aumentado hasta formar el número predominante de los pueblos, sino que se ha ilustrado ya por las letras, y por las armas, lo bastante para instituir una opinión popular y un agente poderoso de influjo político, tenga el derecho de entrar a figurar en el régimen de sus propios destinos. Desde luego, pues, no es posible que otro derecho contrario, facticio y juramento de corruptela jurídica, o de indebida prescripción, como el de los virreyes y el de los consejos o cuerpos instituidos por las vergonzosas leyes de Indias, que nos tratan como a indios y como a gentes acumuladas de la última clase, destinadas a vegetar en la oscuridad y en el abatimiento de los siervos o de las menores de edad, pueda prevalecer sobre aquel otro, que es nuestro, y que está fundado en las leyes mismas de la naturaleza y en las condiciones de la personalidad de todos los pueblos, como lo vemos enseñado por nuestros grandes canonistas Van Espen y Reinsfestuel.

Si pues la situación impone un cambio, y si este cambio debe apersonarse en una Regencia Americana como la que usted indica, usted está en el fondo con nosotros, porque lo esencial es cambiar la forma y la sustancia del Gobierno de los Virreyes e intendentes con original nominación de España que nos han estado gobernando; y que por el derrumbe del edificio matriz en que tomaban su filiación han perdido su razón de ser; al paso que por amplia y absoluta libertad en que la América ha quedado separada, con sus pueblos constituidos, y en estado de proveer a su propia defensa y gobierno, han recaído en ella los tres grandes deberes de cuidarse, de salvarse y de conservarse.

En esto usted está conforme por lo que veo; desde que opina en el sentido de este cambio natural, legítimo e indispensable. Pero no lo está en la forma; y de veras que en este género de asuntos la forma es sustancial et quasi substantia eaden, como en los casos análogos del derecho en que la doctrina es consecuencia del procedimiento, sin relación con lo que pueda o no pueda ser justo en sí mismo y en absoluto. Para usted la forma sustancial del cambio debiera concretarse en una combinación de los dos extremos que parecen opuestos; lo antiguo y lo del momento: una Regencia Americana en la que figuren agentes americanos y agentes europeos mientras carecemos del Soberano que se halla cautivo, y de la constitución monárquica que ha desaparecido bajo la planta del invasor.

Su plan de usted tendría dos grandes enemigos que serían dos grandes enfermedades mortales en las entrañas del mismo individuo, cuerpo gobernante o Regencia. Si esta fábrica nos hubiese venido de arriba operando para abajo, la cosa quizás habría tenido una feliz suerte transitoria. Me explicaré. Si después del año siete y de nuestros triunfos sobre los ingleses, el Rey de España hubiera comprendido toda la verdad y la necesidad del plan de monarquizar a la América que había concebido el conde de Aranda, y cuyos vastos beneficios no comprendió Florida Blanca, por no haber contado con los sucesos extraordinarios que han abreviado todos los plazos, esa regencia, con consejos de Estado propios, y con un gobierno general interno en que hubieran entrado los agentes naturales de los mismos países, hubiera sido un paso acertadísimo que todos habríamos aceptado; pero que, a muy poco tiempo, y continuando a desovillar su propia sustancia natural, nos habría llevado, de la regencia a la monarquía independiente, como el último término de la escala que habríamos comenzado a recorrer. Pero esforcemos un poco más el raciocinio, y tomemos en cuenta que en nuestra tierra, como en las Américas inglesas y como en otras colonias europeas, han crecido en oposición de la una con las otra dos clases diversamente nacidas, que no son ya dos partidos sino dos pueblos; porque, mi amigo y colega, los partidos giran todos dentro de la órbita en que sus miembros han nacido, sin salir de las fronteras de la nación; y esto no sucede cuando la gresca es de los pueblos, porque el uno tira para el lugar franco en que nació, y el otro para el terreno propio en que pisa y vio la luz. De manera, que con regencia y todo, nos tendría usted en la perpetua lucha de gobernar los unos a los otros, los europeos a los americanos, como ahora, y los americanos por echar a los europeos, como ahora también. Si la regencia se declaraba por los europeos, vendría la misma necesidad en que estamos de derrumbar la regencia y de darnos un gobierno americano; si la regencia se declaraba por los americanos a la independencia monárquica como podemos ir ahora mismo con toda facilidad, desde que el gobierno español (si se salva la España) comprenda que ya no hay otro camino; y si no se salva, o no conoce sus intereses y su impotencia, no nos faltarán potencias con quienes transigir y consolidar la situación.

Dígame usted con toda imparcialidad si no sería esta la dura posición en que se encontraría esa Regencia que hubiera usted preferido. ¿Cómo habría resuelto ella el conflicto entre americanos y europeos? ¿Por la concordia? es imposible; porque intereses y pasiones populares y nacionales entre gentes de diversos nacimientos no se pueden conciliar ni repartirse el gobierno. Rómulo no lo pudo partir con Remo; Rómulo no lo pudo partir con Tacio ni los romanos con los sabinos; ni Esparta con Atenas, ni con Corinto con Tebas. Uno u otro tenía que quedar con el influjo y con la Regencia en su mano. Si quedaban los americanos, echaban abajo, como el 25 del mes pasado, a los peninsulares; y si quedaban los peninsulares, exterminaban a los americanos como un la ciudad de La Paz y de Chuquisaca el año pasado. De manera que, siendo necesario e indispensable el cambio, como usted conviene en que lo era, no había cómo salvar esta contradicción de cosas, ni con la Regencia de Aranda, ni con la de V. Lo mejor en uno y otro caso habría sido la erección de la monarquía independiente desde el primer paso, que en poco tiempo habría dado el gobierno a los hijos del país, porque otra cosa habría sido imposible.
Pues bien, ahí vamos, amigo mío, y eso es lo que se ha hecho. Esa Junta Suprema de Gobierno que se ha creado es la Regencia natural y de los naturales que usted busca, hallada y establecida desde el primer momento, y evitando los funestos vaivenes y pasos intermedios que nos habrían enlutado necesariamente si en vez de resolverlo así, hubiésemos abierto el campo a una lucha ya clara y pronunciada entre nuestros paisanos y los europeos. Ellos ya no son nada en esta tierra más que extranjeros, como lo habrían sido en una Regencia americana, o en una monarquía independiente: cada uno en su lugar y la paz y la ley sobre todos.

Nuestra actual Junta llama a un Congreso de los pueblos del vecindario. ¡Bueno! Este Congreso constituirá una Regencia mientras el Soberano esté cautivo y siga la monarquía acéfala y conquistada.

Cuando esta situación cese para los de España, nuestra Regencia y nuestro Congreso le propondrán la creación de un trono independiente en Buenos Aires. ¿Se resiste?

Defenderemos nuestro derecho; y buscaremos otra dinastía.

Yo ofendería su elevada razón de usted, y los sentimientos sinceros que tiene y ha tenido siempre por el bien de nuestro país, si descendiera a demostrar todos los beneficios que tenemos que recoger de un gobierno hecho por nosotros y para nosotros. Muere el monopolio; y comerciaremos libremente con las riquezas de las otras naciones marítimas: seremos dueños de nuestras rentas, y de invertirlas en la prosperidad propia servirán ellas para pagar y recompensar americanos: el roce con las otras potencias formará comerciantes naturales, empleados paisanos, industrias, poblaciones. Los hombres ricos del extranjero vendrán a nuestros campos desiertos, como ha dicho muy bien Moreno (perdone el recuerdo de este incidente de familia) 39. Vendrán filósofos y sabios para adoctrinar nuestra juventud: sobrará el trabajo para los pobres… Pero me detengo, porque delante de todo esto me pone usted el fantasma terrible de la discordia y de la guerra civil.

Puede ser, querido amigo; pero las discordias intestinas y la guerra civil no interrumpieron la grandeza y la opulencia siempre creciente de Roma y de Atenas. Y por el contrario, fue cuando las discordias cesaron bajo el cetro tiránico de César, de Augusto y de Tiberio, cuando Alejandro dominó por las armas a la Grecia, y le impuso su despotismo, que Roma y Atenas entraron en decadencia.

Si estas discordias nos hubieran de llevar hasta las proscripciones de los Marios y de los Silas, hasta el ostracismo de los Arístides y de los Temístocles, sería cosa de renunciar al feliz prospecto que todos nos hacemos de los sucesos recientes. Pero ¿por qué ha de ser así, querido amigo? ¿Qué hay de cruel y bárbaro en nuestra naturaleza, en nuestros hábitos, qué de soez y vergonzoso en nuestros intereses que hayan de producir tales monstruosidades, para que podamos arrepentirnos de haber pretendido hacer y tener un gobierno natural y propio como el que tienen tantos otros pueblos; que si bien han tenido contratiempos en su camino, son felices, ricos, libres y honestos?

Que nosotros podemos encontrar también escabrosidades, no hay por qué dudarlo; pero todos esos males son pasajeros en un régimen de libertad, en que los hijos de la misma tierra la gobiernen. ¿No somos condiscípulos, amigos, maestros, y discípulos los unos de los otros? ¿Nos hemos tiranizado los unos a los otros alguna vez? ¿Hay aquí alguna clase o raza que haya estado por siglos usurpando la sangre y el sudor de los otros, oprimiendo a los pueblos y sosteniendo su esclavitud? Entonces, pues, ¿por qué nos hemos de aborrecer, siendo así que todos entramos en esta nueva era con el mismo propósito, con el mismo deseo, con el mismo interés y formando un conjunto de hermanos que no buscan más que una patria propia y libre donde decir y hacer cuanto conspire al bien común que es el anhelo de todos? Esta misma conformidad del fin, ¿ha de ser el lazo de concordia y de unión para todos? El pensar de otro modo es ponerse en la condición de otros pueblos donde los Reyes y los Nobles han sido opresores y han formado gobiernos corrompidos, gobiernos de grandes ladrones y de favoritismo de familias. Allí sí que las reacciones tienen que ser cruentas y que los pueblos de rebeldes tienen que pasar a revolucionarios contra sus mismos gobiernos por una ley inevitable y fatal.

Pero entre nosotros ¿quién va a formar gobiernos de ladrones y de opresores, quién va a pensar en organizar familias predominantes, ni los cohechos y la corrupción del favoritismo? Yo echo la vista por todos nuestros pueblos: conozco todas sus familias, todos sus hombres, todos sus deseos, todos sus caracteres, y no encuentro esa cizaña de oprobios y de vergüenza que usted teme como resultado de esos sucesos recientes. No los tema usted, nuestro pueblo es moral y viril, nuestras tropas no se componen ni se compondrán nunca de mercenarios, sino de patriotas y paisanos; nuestros oficiales salen de lo mejor de nuestras familias; aman al pueblo y tienen la religión de la libertad. ¿Cree usted que la pueden renegar y convertirse jamás en sicarios del despotismo, ni en baluarte de mandones y pícaros, contra la felicidad pública, y contra las libertades del pueblo?… Qué esperanza, mi amigo: levante su espíritu; y conocerá que está engañado y que debe acompañarnos. Reconozca que esa degradación no puede llegar jamás, mientras nos mantengamos en el espíritu que nos ha guiado en las operaciones de los días de Mayo.

En la de usted encuentro por primera vez un reflejo claro del discurso que hizo Passo en el Cabildo Abierto del 22 del próximo pasado; y realmente encuentro, como usted, que el término de aproximación jurídica entre este acto y la situación del negotiorum gestor, merece la crítica de frágil que usted le hace; porque si Buenos Aires hacía en ese momento el papel de un actor extraño y oficioso, que se apodera del negocio de un ausente o impedido, no ha tenido el derecho de poner a ese ausente en las condiciones violentas en que ha puesto a las provincias interiores. El paralelo es insostenible. Pero dígame, mi amigo: ¿Buenos Aires es un extraño que se ha entrometido en el negocio de otros; o ha manejado un negocio propio? ¿No es Buenos Aires el socio o el condómino principal del asunto vital de que se trató en ese Cabildo Abierto? Entonces pues quiere decir que si Passo erró en el paralelo incidental que adoptó, no por eso se vicia el derecho de Buenos Aires como socio presente y mentor que se encuentra de manos a boca, con un conflicto y peligro de la cosa común: sin tiempo para consultar a los condóminos o socios, y obligado a obrar él mismo según su propio interés con un derecho que nadie le puede negar en un asunto social. Así pues, Passo habría estado en terreno más firme habiendo adoptado la doctrina de los contratos sociales; pero se subentiende que era ese el terreno en que se ponía; y por eso fue probablemente que el señor Villota no insistió sobre ese ligero matiz del debate.

No estoy tampoco de acuerdo con usted en la línea de diferencia y aptitudes que usted tira entre el señor Saavedra y Moreno. Este es, en efecto, avispado e impetuoso; pero tiene tanto talento y tanta decisión como claridad en los conceptos que se forma de los sucesos ocurrentes. Su saber no puede ponerse en duda; y todo lo hace un verdadero timonel para una época que tiene algo de imprevisto y sorprendente en el momento: el otro es, sin disputa, un honorable personaje: recto, virtuoso y de aquellos que honrarán siempre al país en que han nacido; pero dudo que tenga aquella formación firme de los propósitos y aquella riqueza de las ideas generales que hace a los hombres de Estado, y que necesita ir aliada a la apreciación oportuna de los momentos para producir ese sentido práctico que usted le atribuye.

Ya usted ve cómo ahora mismo ha vacilado y cómo ha cedido al torrente que lo ha sacado del camino que había tomado sin oportunidad y que lo llevaba en un sentido contrario. Sin embargo, yo espero mucho de su sincero patriotismo y de la respetabilidad que le ha de dar al nuevo gobierno.
La sombra funesta de esa guerra en que usted ve lanzado al nuevo gobierno contra los europeos del interior y de los otros virreinatos, me oprime también el corazón. Es grande mal, un enorme peligro ¿pero qué hacer? No hemos de ceder de nuestros sagrados derechos que son inalienables, por no tener esa guerra; puesto que ella está en la necesidad de las cosas. No tenemos generales, ni soldados ejercitados, ni grandes caudales; pero usted no desconocerá que tenemos la matriz en donde todo eso se forma, esto es, un pueblo varonil, dispuesto para la guerra, una juventud en donde abunda la bravura y el talento; tendremos ejércitos y jefes que nos han de dar victorias. Buenos Aires, a mi modo de ver, es inexpugnable; ni los del interior, ni los otros virreyes, ni los españoles han de tener fuerzas disponibles para dominarla; tenemos la prueba en los ingleses de 1807. De modo, que si tuviéramos contrastes a lo lejos, en ese seno los repararemos, ahí restableceremos nuestras fuerzas, hasta que la elasticidad de las ideas, la libertad y el patriotismo de cada pueblo, venga a cooperar de suyo por la seguridad inviolable de nuestro territorio, y por la insurrección de Chile y del Perú que nos han de seguir de cierto en esta empresa.
Todo esto me confirma en mis esperanzas. Pero le confieso a usted que en este particular, así como en el del éxito y cohesión de nuestro gobierno es donde se concentran mis temores de acuerdo con los de usted.

Estoy resuelto a seguir su consejo; y en pocos días más dejaré este curato para retirarme a la capital. Ya hablaremos, siguiendo de cerca los acontecimientos. Estoy cierto que al fin nos pondremos de acuerdo, estrechando más y más los vínculos que siempre unieron con usted a este su amigo y colega que tanto respeta su doctrina, su saber y sus juicios.

Vicente Fidel López:  Crónica de la Revolución de Mayo. Buenos Aires. Editorial El Quijote. 1945.

←Anterior

Publicado por ADHILAC Internacional © www.adhilac.com.ar

Si Ud. desea asociarse de acuerdo a los Estatutos de ADHILAC (ver) complete el siguiente formulario (ver)

E-mail: info@adhilac.com.ar

Twitter: @AdhilacInfo