Un Hombre llamado Simón Bolívar. Jorge Núñez Sánchez

Una mirada sobre el Libertador

Por Jorge Núñez Sánchez
El Libertador hacia 1827. Juan Lovera. Colección Fundación Museos Nacionales. Caracas, Venezuela. Foto: Carolina Crisorio

Parecía un latinoamericano de tantos:  bajo, delgado, de tez morena, de ojos oscuros y vivaces, de agradable conversación y apasionado por el baile. Pero ciertamente era distinto a la mayoría. Tras su apariencia de hombre común había un ser de inteligencia superior y voluntad excepcional, que había llegado a recoger y conjugar en su alma todos los sentimientos de su nación y las mejores ideas de su tiempo.

Un hombre que había puesto su esfuerzo y sus múltiples talentos al servicio de la más noble causa de cualquier época: la independencia de los pueblos y la libertad de los hombres. Por eso las gentes de la tierra americana le habían puesto un sobrenombre que a él le gustaba y del que decía que lo prefería a cualquier título o condecoración: Libertador.

Los retratos y descripciones oficiales lo pintan casi siempre como no fue en realidad: alto, blanco, acuerpado, hermoso jinete en espléndido caballo blanco. Son descripciones deformantes, que tratan de ocultar al hombre para mitificar al héroe.

Derecha: Simón Bolívar. Tinta. Colección Fundación Museos Nacionales. Caracas. Foto: Carolina Crisorio

Además, en el fondo de ellas late un prejuicio racista, que considera inferior a todo hombre de piel morena y más aún a quien, como Bolívar, tuvo una abuela con sangre negra. Así, el ser que muestran esos retratos es un héroe digno de la historia de Europa y de la raza europea, cuando ciertamente fue todo lo contrario: el héroe de un mundo nuevo, que buscaba negar a Europa para nacer a la historia. En cuanto a su raza, él mismo se proclamó  mestizo y muchas veces explicitó su repudio al racismo y a toda forma concreta de segregación racial.

 

Y es que en su propio ser circulaban sangres de distintos orígenes, como lo revelaban los colores de su cuerpo: su piel aceitunada era herencia de su bisabuela Josefa de Narváez, que había nacido hija natural y tenía color de “café con leche”, pero que aportó como dote matrimonial las minas auríferas de Aroa; y su barba y bigote rubios eran herencia de su abuela Isabel Zedler, descendiente de alemanes. De temperamento nervioso y genio vivaz, el Libertador tenía siempre el espíritu listo para la acción, fuese esta militar o política, social o diplomática. En el combate, se destacaba entre sus hombres por su impetuosidad y arrojo temerario, y también porque era ambidextro y usaba alternativamente las dos manos para manejar la espada. En la única batalla que dirigió en el actual Ecuador, fue su ímpetu personal lo que decidió el triunfo. Él se hallaba reposando de sus pasadas campañas y gozando del amor exultante de Manuela Sáenz cuando fue informado de que una montonera de pastusos, dirigidos por el indomable Agustín Agualongo, avanzaba como una tromba hacia Quito. De inmediato, se puso al frente de las pocas tropas que había a mano y se dirigió a marchas forzadas hacia el norte. Al llegar a Ibarra, encontró que la ciudad estaba en manos de los pastusos, que se habían fortificado en ella. Era alrededor del mediodía y su cocinero empezó a servir un frugal almuerzo, que incluía una botella de vino de Madeira. Apenas hubo probado unos bocados y un par de copas de vino, cuando decidió lanzar un ataque frontal contra las posiciones enemigas. “Empecé el combate, dirigí yo mismo los varios movimientos y se ganó la acción”,  relató años después.

 

Empero, ese hombre nervioso, cuya sensibilidad se tensaba como la cuerda de un violín, había aprendido a domeñar su natural temperamento y a cultivar los dones andinos de la paciencia y la constancia, cualidades que terminaron por garantizarle el triunfo y la gloria. Así lo vio el capitán Wevel en 1818:

“Tenía 35 años pero representaba siete u ocho más. Su faz enflaquecida expresaba paciencia y resignación, virtudes de las que ha dado muchas pruebas durante su larga carrera política, y le hacen tanto más honor cuanto su carácter es naturalmente impetuoso.”

«Si se opone la naturaleza lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca». Caracas. Foto: Carolina Crisorio

A su vez, Luis Peru de Lacroix, un oficial francés incorporado al ejército de la independencia, que hacia 1828 servía con el grado de coronel en el Estado Mayor de Bolívar, dejó consignado un retrato moral del héroe en su cautivante “Diario de Bucaramanga”, en el que recogió las opiniones privadas expresadas por el Libertador en sus múltiples conversaciones habidas entre el 1º de abril y el 9 de junio de aquel año. Este es el retrato:

“El Libertador es enérgico, sus resoluciones férreas, y sabe sostenerlas; sus ideas jamás comunes: siempre grandes, elevadas y originales. Sus modales afables, con el buen tono de los europeos de la alta sociedad. Practica la sencillez y modestia republicanas, pero tiene el orgullo de un alma noble y elevada, la dignidad de su rango y el amor propio que da el mérito y conduce al hombre a las grandes acciones. La gloria es su ambición,  sus laureles haber libertado diez millones de hombres y haber fundado tres repúblicas. Su genio es emprendedor, y une a esta calidad la actividad, la viveza, infinitos recursos en las ideas y la constancia necesaria para la realización de sus proyectos. Es superior a las desgracias, al infortunio y a los reveses; su filosofía lo consuela y su espíritu le suministra medios para repararlos; sabe aprovecharse y valerse de ellos, cualesquiera que sean; su política no perdona ninguno, pero, como conoce a fondo el corazón humano, sabe dar o negar su estimación… Es susceptible de mucho entusiasmo. Grande y constantemente generoso, su desinterés es igual a su generosidad. Le gusta la discusión; domina en ella por la superioridad de su espíritu, pero se muestra algunas veces demasiado absoluto, y no es siempre bastante tolerante con lo que le contradicen. Desprecia la vil lisonja y los bajos aduladores; la crítica de sus hechos lo afecta; la calumnia lo irrita vivamente, y nadie es más amante de su reputación que el Libertador. Pero su corazón es mejor que su cabeza. La ira nunca es en él duradera; cuando ésta se manifiesta, se apodera de la cabeza y nunca del corazón, y luego vuelve éste a tomar su imperio y destruye al instante el mal que la otra pudo hacer”.

 

Bolívar tenía una cabeza formidablemente organizada. Cada idea, cada opinión, cada disposición que salía de sus labios o de su pluma, correspondía en teoría a uno de los principios filosóficos que normaban su vida y en la práctica a uno de los requerimientos militares o administrativos de su acción política. Entre sus miles de órdenes, decretos o resoluciones gubernamentales no hubo ninguno hecho al azar o que no poseyera un destino preciso; hubo, sí, disposiciones erradas, producidas por una equivocada apreciación de la realidad o de las circunstancias que la rodeaban, pero jamás resoluciones titubeantes e inseguras,  sueltas o descoordinadas de la totalidad. Todo ello era, en síntesis, la manifestación exterior de su solidez de principios y de su clara conciencia sobre la realidad del mundo que le tocó vivir.También tenía siempre la palabra precisa para cada circunstancia, igual cuando daba órdenes a sus soldados que cuando galanteaba a una mujer, cuando escribía un trascendental discurso político que cuando redactaba una carta de amor. Manuela Sáenz, su amante quiteña y probablemente la persona que lo conoció más a fondo, relató en sus memorias que hablaba de modo cautivante y tenía una cultura excepcional, pudiendo hablar igual en francés que en español y citar con soltura a autores clásicos o contemporáneos. Es así que en sus escritos hay numerosas referencias a autores griegos como Aristóteles, Demóstenes, Diógenes, Dionisio de Siracusa, Epaminondas, Homero, Licurgo, Pericles, Pisístrato y Sócrates, y también romanos: César, Cicerón, Fabio, Horacio, Marco Bruto, Nerón y Sila. Entre los autores contemporáneos prefería a los franceses e ingleses, aunque también le atraía la literatura española. Hijo de la Ilustración, gustaba mucho de leer y citar a Voltaire, Montesquieu y Rousseau, así como a Racine, Boileau y D’Alembert.

Casa natal de Simón Bolívar. Representación de su boda. Caracas. Foto: Carolina Crisorio

Su afamado “Discurso de Angostura”, por ejemplo, es una notable muestra de cuan profundamente se hallaba influido por el pensamiento liberal europeo y de cuan creativamente había procesado en favor de su causa las ideas más avanzadas de todos los tiempos; por ahí circulan como en fuente propia las ideas de Rousseau sobre la libertad, los planteamientos de Montesquieu sobre la organización del poder público, las reflexiones de Solón sobre los escollos de la democracia, los principios legislativos de Licurgo, las preocupaciones históricas de Volney, las experiencias educativas de Atenas, Roma y Esparta.

 

En la vida social tenía la palabra pronta, la risa fácil, el pie ligero para el baile. No bebía, pero tomaba una o dos copas de vino en la comida, con las que gustaba de brindar; con frecuencia aprovechaba los banquetes o comidas para hacer uno o varios brindis, muchas veces subiéndose entusiastamente a la silla o a la mesa. Pero lo suyo no era el brindis por el brindis, sino el ejercicio de la oratoria como una cátedra de civismo y de enseñanza política: en cada uno de sus brindis, según el uso masónico, rendía culto a una alta entidad, exaltaba una idea, proclamaba un mérito o invitaba a un esfuerzo. Era un modo muy suyo de educar al pueblo, de comunicar sus ideas, de convocar a las voluntades individuales para los grandes empeños nacionales. En Santa Ana, el 27 de noviembre de 1820, durante el banquete que le ofreció el jefe español Pablo Morillo, tras la firma de los Tratados de Armisticio y Regularización de la Guerra, el Libertador hizo este brindis:

“A la heroica firmeza de los combatientes de uno y otro ejército: a la constancia, sufrimiento y valor sin ejemplo; a los hombres dignos que, a través de males horrorosos, sostienen y defienden la libertad; a los que han muerto gloriosamente en defensa de su patria o de su gobierno; a los heridos de ambos ejércitos, que han mostrado su intrepidez, su dignidad y su carácter… ¡Odio eterno a los que deseen sangre y la derramen injustamente!”.

Hombre del trópico americano, al fin, gustaba del constante contacto social, de la música y de las fiestas. Ahí donde pernoctaba su ejército, inmediatamente se armaban bailes nocturnos, en los que el héroe y sus oficiales se divertían, además de tomar contacto próximo con la población  local y establecer lazos de fraternidad con ella. Muchos años después, recordaba esas experiencias entre las más gratas de su vida militar:

“En mis épocas de campaña, cuando mi cuartel general se hallaba en alguna ciudad, villa o pueblo, siempre se bailaba casi todas las noches; entonces, mi gusto era hacer un vals, ir a dictar algunas órdenes u oficios y volver a bailar y trabajar. Mis ideas eran entonces más claras, más fuertes y mi estilo más elocuente; en fin, el baile me inspiraba y excitaba mi imaginación”.

 

Empero, mientras los demás se divertían llanamente, Bolívar pensaba, planificaba y concebía acciones políticas y militares:

“Hay hombres que necesitan estar solos y retirados de todo ruido para poder pensar y meditar -le confió a Peru de Lacroix-; yo pensaba, reflexionaba y meditaba en medio de la vida social, de los placeres, del ruido y de las balas. Sí, me hallaba solo en medio de mucha gente, porque me hallaba con mis ideas, y sin distracción.”

La verdad es que le encantaba el baile y él mismo se consideraba un gran bailarín.

“El baile es la poesía del movimiento”,

decía, e instruía que se enseñase a los jóvenes su práctica, aduciendo que

“da la gracia y la soltura a la persona, a la vez que es un ejercicio higiénico en climas templados”.

En otra ocasión relataba:

“Siempre he preferido el vals y hasta locuras he hecho, bailando de seguido horas enteras, cuando me ha tocado en suerte una buena pareja.”

Cabe en este punto una digresión: ¿qué tipo de vals se tocaba en Colombia y a qué vals se refería Bolívar? Por lo que se conoce, el baile de moda en los salones neogranadinos de la época era el llamado “vals colombiano” o “pasillo”, un valse más rápido que el europeo. Este ritmo se bailaba con pasos cortos o “pasillos” y una de sus derivaciones, llamada “capuchinada”, culminaba en un rapidísimo zapateado, que entusiasmaba a las gentes jóvenes. William Duane, en su obra “Una visita a Colombia en los años 1822 y 1823”, describió un baile al que asistió en el país y en el que se tocaron el fandango, el bolero, la capuchinada y el galerón llanero. Así, pues, lo que el Libertador gustaba de bailar eran pasillos de ritmo alegre, parecidos a nuestros viejos pasillos costeños.

 

Volviendo al Libertador, digamos que sin habérselo propuesto fue un notable intelectual y que sus innumerables apreciaciones del mundo de su tiempo lo revelan paralelamente como un político sagaz, como un acucioso sociólogo y como un formidable escritor, a la vez realista y utopista. Y eso que nunca tuvo tiempo para deleitarse en escoger las palabras y pulir los conceptos, pues todos sus escritos estuvieron inspirados por la urgencia de la lucha o la prisa de la creación. Ya vendrían luego los tiempos de la paz y de la tranquila creación intelectual. Pero los suyos eran otros. Eran los tiempos de la guerra a muerte contra el dominio colonial y del esfuerzo inacabable por crear un mundo nuevo y libre, republicano y democrático, donde no hubiesen reyes y vasallos, sino ciudadanos conscientes de sus responsabilidades y derechos.

 

Era un adelantado de la democracia en medio de las ruinas del absolutismo. Pudo haber optado por otra vía para la consecución de sus fines libertarios. En una sociedad acostumbrada a obedecer a un soberano absoluto, simplemente pudo haberse proclamado emperador, como lo hicieron Napoleón en Francia e Iturbide en México, y como lo sugerían sus mismos colaboradores. O pudo haber impuesto un despotismo ilustrado y magnánimo, recibiendo a cambio la fidelidad y gratitud de su pueblo.Pero no. El era un republicano a muerte, un hijo de la revolución y no estaba dispuesto a ceñirse una corona y a fundar una monarquía del trópico, con corte ostentosa y profusión de lacayos y bufones. Así que escogió el camino más difícil, para él y para los pueblos: el camino de la democracia. Difícil porque, tras siglos de absolutismo, los pueblos carecían de todo asomo de civismo, de toda capacidad de autoconducción. Como dijo él mismo,

“acostumbrados a obedecer mansamente a nuestros amos, aún habíamos perdido la capacidad de raciocinio”.

«El defensor de la naturaleza» Saul García. Colección Fundación Museos Nacionales. Caracas. Foto: Carolina Crisorio

Y había que comenzar de cero, enseñando a las gentes unos derechos hasta entonces inexistentes y unos deberes absolutamente desconocidos, todo con el afán de formar ciudadanos capaces de sostener responsablemente una república. Por eso puso especial interés en la educación del pueblo, convencido de que

“un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.

Pero, ¿cómo educar para la libertad? ¿Qué pedagogía seguir para erradicar del alma de los pueblos el ánimo servil, apocado y fanático que les habían implantado el colonialismo y la Inquisición? ¿Qué modelo educativo utilizar para crear escuelas de pensamiento libre, donde se formaran ciudadanos capaces de ejercitar responsablemente sus derechos y deberes republicanos?

 

Bolívar fue a la historia en busca de esa pedagogía de libertad. Le cautivaron las experiencias del Areópago griego, de los censores y tribunales domésticos romanos, de la austeridad formativa de Esparta, y concluyó por proponer que se formara “de estos tres manantiales una fuente de virtud”  y se creara un nuevo Areópago republicano, que fuera una suerte de cuarto poder del Estado

“cuyo dominio sea la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu público, las buenas costumbres y la moral republicana.”

“He sentido la audacia de inventar un Poder Moral”, agregaba, precisando que ese nuevo poder debía estar destinado a “regenerar el carácter y las costumbres que la tiranía y la guerra nos han dado”  y a promover permanentemente el cultivo de la virtud entre los ciudadanos.

“Constituyamos -decía al Congreso de Colombia- este Areópago para que vele sobre la educación de los niños, sobre la instrucción nacional; para que purifique lo que se haya corrompido en la República; que acuse la ingratitud, el egoísmo, la frialdad del amor a la patria, el ocio, la negligencia de los ciudadanos; que juzgue de los principios de corrupción, de los ejemplos perniciosos; debiendo corregir las costumbres con penas morales, como las leyes castigan los delitos con penas aflictivas, y no solamente lo que choca contra ellas, sino lo que las burla; no solamente lo que las ataca, sino lo que las debilita; no solamente lo que viola la Constitución, sino lo que viola el respeto público. … Una institución semejante, por más que parezca quimérica, es infinitamente más realizable que otras que algunos legisladores antiguos y modernos han establecido con menos utilidad del género humano”.

Alguien podrá preguntarse: ¿por qué esa preocupación de Bolívar por regenerar el espíritu público y por lograr que los ciudadanos abandonasen el vicio y cultivasen la virtud? Hay varias respuestas, que se complementan mutuamente. Por una parte, Bolívar poseía una formación masónica, centrada en la doctrina de la autoperfección espiritual del hombre, y de ella había aprendido a combatir la corrupción y el fanatismo, y a cultivar la justicia, el altruismo y la solidaridad humana. Siendo él mismo un “hombre libre y de buenas costumbres”, aspiraba a que los demás hombres también lo fueran, tanto por su propio esfuerzo como por la acción de la sociedad y del Estado. Por otra parte, el Libertador estaba convencido de que la moralización del espíritu ciudadano era indispensable para el sustento y progreso del país.

“Moral y luces son los polos de una República -decía-; moral y luces son nuestras primeras necesidades”.

Y agregaba que un Estado no se sutentaba en las leyes  sino en el espíritu de los hombres, por lo que debía cultivarse éste para alcanzar el verdadero progreso material y moral de la nación.

 

Mencionemos, por fin, que la democracia entrañaba también graves dificultades para el emergente poder republicano. Destruidas las viejas estructuras por la fuerza de las espadas, estas se convirtieron inevitablemente en la única base cierta e insoslayable del poder, por lo que muchos generales y caudillos se creyeron con derecho al mando supremo. ¿Cómo conciliar esos intereses particulares del poder militar con los mayores de la democracia? ¿Cómo pedir a esos héroes y caudillos que resignaran sus ambiciones para dar lugar a la institución de la democracia y a la participación del pueblo? ¿Cómo enseñarles que el poder republicano, que había nacido del fusil, no debía depender en el futuro de las armas sino de la voluntad ciudadana? Bolívar tomó posición frente al problema, pese al costo político que ello podía acarrearle -y que efectivamente le acarreó- entre sus compañeros de armas; lo hizo con estas tajantes, pero también proféticas palabras:

“No es el despotismo militar el que puede hacer la felicidad de un pueblo. Un soldado feliz no adquiere ningún derecho para mandar a su patria. No es el árbitro de las leyes ni del Gobierno; es el defensor de su libertad.”

Hombre de carne y hueso, también tuvo defectos, aunque sus virtudes los superaban largamente. Era en extremo tolerante con los humildes y débiles, a los que buscaba ayudar y proteger, pero era duro e intolerante con los déspotas, prepotentes y fatuos, y también con los inmorales e irresponsables. Despreciaba en extremo a los viciosos, especialmente a los ebrios y jugadores, de los que decía que estaban dispuestos a causar su propia destrucción y la ruina de sus familias con tal de mantener su vicio. No fumaba ni permitía que se fumara en su presencia.

 

Como guerrero era temible y no cejaba hasta derrotar al enemigo. En la terrible época inicial de la independencia, derrotado sucesivamente por las tropas realistas y acosado por la feroz insurrección social de los llaneros, que masacraban a todo aquel que tuviera la cara blanca, impuso la norma de no dar ni pedir cuartel al enemigo. Y finalmente decretó la política de “guerra a muerte”, contra los españoles y canarios que no lucharan bajo sus banderas. Eso le ganó el calificativo de cruel y sanguinario, pero la verdad es que no lo fue más que los jefes realistas a los que combatía. Al fin, cuando sus ejércitos de soldados harapientos lograron liberar parte del territorio venezolano y los jefes enemigos dejaron de masacrar a la población civil, él mismo propuso al general español Pablo Morillo la firma del “Tratado de Regularización de la Guerra”, cuyo texto fue redactado por el magnánimo y humanísimo Antonio José de Sucre.

 

Era vanidoso en extremo, pero cultivaba una vanidad muy singular, que no radicaba en la apariencia personal o la ostentación de la riqueza, sino en la permanente búsqueda de gloria. A veces, eso lo hacía aparecer como un ambicioso e incluso como un loco, puesto que el héroe de Colombia la Grande no andaba tras las ventajas comunes de un vencedor –la riqueza, la molicie– sino tras gloria y más gloria.“El loco”, le decían sus enemigos.  Como “el loco de Colombia” lo conocían los diplomáticos norteamericanos, que estimulaban a esos enemigos. Pero los pueblos le decían “Padre”, “Libertador”, “Protector” y confiaban ciegamente en sus orientaciones, porque lo sabían noble y desinteresado hasta el extremo límite.

 

En fin, esa ansia de gloria lo protegió de las tremendas ambiciones con que lo tentaron sus esbirros y aun muchos de sus buenos amigos, que buscaban coronarlo como emperador. Entonces fue que dijo que no iba a cambiar el título de Libertador que le habían concedido los pueblos, “el más alto posible de la especie humana”,  por una corona cualquiera.

«Bolívar con la negra Matea, sin techo» Carmen de Torres.  Colección Fundación Museos Nacionales. Caracas, Venezuela. Foto: Carolina Crisorio

¿Y qué decir de su proverbial generosidad, de ese desinterés por la riqueza que le hizo renunciar a las haciendas, dinero y joyas que le obsequiaron los pueblos agradecidos? Baste señalar que inició la guerra de independencia siendo uno de los hombres más ricos de Hispanoamérica, propietario de haciendas, plantaciones, esclavos y minas de oro, y que terminó sus días en total pobreza, al punto de ser amortajado con una camisa ajena.

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