Por Sergio Guerra Vilaboy
La década del setenta del siglo pasado se inició en América Latina con el establecimiento de un rosario de dictaduras militares sanguinarias, promovidas por Estados Unidos. Una de las primeras de esa oleada represiva continental fue la del general Augusto Pinochet en Chile, encaramado en el poder con el violento derrocamiento del gobierno popular de Salvador Allende en septiembre de 1973.
El régimen fascista de Brasil, instalado hacia una década tras la expulsión de la presidencia de Joao Goulart, fue el modelo que inspiró el de Chile y también el del general Hugo Banzer (1971), que puso fin al gobierno nacionalista de Juan José Torres en Bolivia. Lo mismo vale para el cuartelazo de junio de 1973 en Uruguay, desatado cuando el mandatario Juan María Bordaberry, en contubernio con los militares fascistas, dio un autogolpe, disolvió el congreso y suspendió toda actividad política. en un país sacudido por la posibilidad de un triunfo electoral del Frente Amplio y las acciones revolucionarias de los Tupamaros.
El derrocamiento en 1976 del desprestigiado gobierno peronista de María Estela Martínez, por los militares derechistas argentinos, aceleró el retroceso democrático que se vivía en este país sudamericano desde la muerte de su esposo el general Juan Domingo Perón (1974). El golpe en la Argentina marcó el principio de una de las más tenebrosas dictaduras e América Latina. El régimen militar de Buenos Aires, encabezado hasta 1981 por el siniestro general Jorge Rafael Videla, se propuso ajustar cuentas al movimiento obrero y popular, así como al ala izquierda del peronismo, con la excusa de extirpar la subversión.
Esto completó el dramático proceso de fascistización que tenía su centro neurálgico en el cono sur del continente. Con ello se creaban las condiciones indispensables a los monopolios transnacionales para un reordenamiento despiadado de las economías latinoamericanas en función de los requerimientos del sistema capitalista mundial. Como ya había ocurrido en Brasil, el camino recorrido por las dictaduras fascistas latinoamericanas para la reorganización estructural de la economía pasaba por imponer un vertiginoso descenso del nivel de vida de los trabajadores y una mayor entrega del país al capital foráneo.
En forma paralela, se vertebró una vasta organización criminal continental, articulada por los órganos represivos de los regímenes fascistas y derechistas de la América del Sur con la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos: la Operación Cóndor. Según documentos desclasificados de la propia CIA, el plan se gestó desde 1975 en su sede en Langley y condujo a la eliminación física de cerca de cuatrocientos destacados políticos junto con personas menos conocidas. Entre las víctimas mortales de esta terrorífica conspiración internacional estuvieron Orlando Letelier, ex canciller chileno de la Unidad Popular, el ex presidente boliviano Juan José Torres, el político uruguayo Zelmar Michelini y el general chileno Carlos Prats, fiel aliado del derrocado gobierno de Allende. A esta lista habría que agregar el asesinato del arzobispo de San Salvador Oscar Arnulfo Romero en 1980, por orden de un individuo estrechamente vinculado a la Operación Cóndor, el mayor Roberto D´Aubisson.
En medio de este operativo criminal sin precedentes se produjo también la voladura, en 1976, de un avión civil cubano, con decenas de personas a bordo, por un grupo contrarrevolucionario de Miami, vinculado a esta macabra red de terrorismo de estado de carácter internacional. Según los Archivos del Terror, descubiertos en 1992 por Martín Almada en Paraguay, el Plan Cóndor dejó un saldo de 50 mil muertos, 30 mil desaparecidos y 400 mil encarcelados.
Al mismo tiempo se había estado produciendo la “modernización” represiva de antiguas tiranías, como la de Alfredo Stroessner en Paraguay, los Duvalier en Haití, los Somoza en Nicaragua y la de los altos oficiales genocidas guatemaltecos -Arana Osorio, Laujerud, Lucas Romero y Ríos Montt— que emulaban en salvajismo con sus homólogos salvadoreños. Con la abierta complicidad de Estados Unidos, estos regímenes desataron una desembozada represión antipopular, fundamentada en el absoluto respaldo de sus fuerzas armadas y grupos paramilitares anticomunistas. De esta forma, el panorama continental se ensombreció con la multiplicación de dictaduras fascistas y gobiernos reaccionarios, prueba de que el diktat norteamericano se había vuelto a imponer plenamente. El triunfo momentáneo de la contrarrevolución fue un hecho consumado en casi todo el hemisferio, aunque no duraría mucho tiempo.
Fuente: www.informefracto.com – 16 de febrero de 2021
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