Halperin Donghi como intelectual argentino
Por Horacio González *
Pertenecía al mismo tipo de problemas que afrontaban los grandes historiadores: ¿dónde poner la “muerte del rey”? Un suceso que es conmovedor en el momento en que ocurre y luego es sometido al olvido que se va despilfarrando en placas, conmemoraciones y el propio afán ceniciento de los historiadores. Ese es el tema clásico que suscitó siempre el mayor libro de renovación de la historiografía del siglo XX, El Mediterráneo en la época de Felipe II, donde Braudel coloca al final de su voluminosa investigación y escritura el fallecimiento del monarca, pues si tanto había interesado a sus contemporáneos, ahora era apenas un manojo de papeles o una lápida perdida ante lo que realmente importaba, los grandes ciclos en los que la historia amasa su tiempo real, material. Su tiempo somnoliento, en que la cultura que producen los hombres se asienta sobre moldes perezosos al cambio, pero las pasiones políticas hacen subir y caer constantemente a sus fugaces figuras. El pensamiento real que las abrigaba se ha perdido, y el historiador tiene que tratarlo como si fueran losas hundidas en la tierra, que sólo revelan un fragmento de su secreto. Se tienta con esos despojos, juega a descifrarlos y descubre que eran pequeñas criaturas que vivían en un mundo de simulaciones, finalidades frustradas, lucimientos usurpados, inútiles pasiones.
Halperin se declaró impresionado por Braudel, pero su manera historiográfica consistió en la creación de una escritura que debía fusionarse con la imposibilidad de captar el tiempo pasado, por lo tanto ella tenía que poseer los mismos arabescos, hilachas e incertezas del tiempo. Todo debía ser paradójico, contingente y cómico, pero transfigurado en una arcilla irónica que mostrara que cada momento histórico y cada personaje no tenía modo de saber lo que hacía y en qué consistía. Para llegar a esta exquisita noción tuvo que escuchar –pero pasando de largo– a sus contemporáneas compañías intelectuales, los estructuralistas, existencialistas, fenomenólogos, gramscianos, marxistas, luckascianos, semiólogos, etc., que sólo dejaban en él alguna astilla perdida, alguna palabra que reutilizaba en silencio y con cierta mordacidad, prefiriendo el concepto de “estilización” para describir algún momento erróneo en que las cosas parecían fijarse inopinadamente, pero para marchar luego a su propia agonía.
Quizá su mayor fracaso, pero ilustre fracaso, fue su escrito sobre José Hernández: en el intento de explicar por qué lo que llama un “periodista del montón” se convierte en el autor del Martín Fierro, no consigue llegar al corazón del problema artístico, aunque atina a llamar misterio y enigma a esa transformación de una escritura periodística en una indescifrable poética, resistente a su reducción a los vericuetos, aun los tan hondos, que practicó con su historia social. Más difícil es penetrar en las razones últimas de su acritud hacia notorios episodios históricos actuales o pretéritos, que se complacía en describir con ácidas viñetas, con una mortificación que –a diferencia de Martínez Estrada, al que de alguna manera se le parece– parecía una toma de partido desafiante, destinada a provocar el enojo de los que consideraba escritores presos de una demonología o de las esfinges míticas que toda historia nacional contiene. A diferencia del prudente Braudel, no puso al final de sus obras “el fallecimiento del rey”, considerando el pasado como el anticipo irónico del presente, lo que le permitió su inclemente ejercicio de prevenciones y denuestos.
Su combate por la historia, sin duda inspirado en el de Lucien Febvre, no se privó de un fino desprecio hacia leyendas que no siempre eran vanidosas o ridículas, pero lo sublimó en un tipo de narración histórica en la que se solazó con su capacidad satírica, la que sólo producen los escritores bien dotados. A su manera, fue un ensayista, y lo fue a la manera argentina, pero cambiando los modos de la estridencia por un esteticismo vitriólico, que hacía latir entre las conmociones visibles de las sociedades que estudiaba. Eso le permitió crear su estilo, donde el libelo sutil convivía con las quebradizas temporalidades del relato. Halperin participaba por igual de la tradicional historia de las ideas, de la aristocrática malevolencia de un Montaigne o del rigor para combinar vida económica y orden moral, tomado de José Luis Romero, aunque dándole si cabe un empujón más hacia el abismo, donde ya se encontraba el 18 Brumario de Marx, su modelo secreto de narratividad histórica.
Pero como hombre ligado profundamente al conservadurismo del alto linaje nacional de las academias, desdeñosas pero dolientes, se refugió finalmente en una gran melancolía de combate. Fue un intelectual argentino que todo lo tomó de una inspiración profunda para revestir tal condición: el que veía que un mundo anhelado e indefinible se iba escurriendo. Quizás un mundo imposible, donde las palabras coincidieran con los hechos. Y en ese desvanecimiento de lo argentino, se tornaba un representante ejemplar de la vida intelectual argentina caracterizada por su disconformidad con esas mismas singularidades que el país había producido. Y lo hizo en pliegos de escritura de gran suntuosidad. En ese sentido, Tulio Halperin Donghi es uno de los grandes intelectuales argentinos –como se diría hoy: un gran disidente– que mucho hereda de actitudes similares habidas en nuestro pasado nacional. No en lo ideológico de la política, no en los modos políticos de acción, pero sí en lo que lo lleva a la escritura desesperante, situada entre lo que alarma y lo que apena. Y allí podemos verlo en espejo en ciertos tramos de un Sarmiento o de un Vicente Fidel López, que llevan ese mismo sello. En Halperin no costaba descubrirlos en los tejidos internos de su labor de historiador, donde refugió su raro recelo argentino por la Argentina.
* Director de la Biblioteca Nacional.
Fuente: Página 12. 19 de noviembre de 2014.