Sergio Guerra Vilaboy
La frase que titula esta nota no es de Carlos Marx, quien la uso en sus artículos y cartas sobre la cuestión nacional irlandesa y fue repetida después por Federico Engels y Vladimir I. Lenin. En realidad, es de Dionisio Uchu Inca Yupanqui, quien la pronunció en 1810 al cerrar su discurso en las Cortes de Cádiz como diputado suplente por el Virreinato del Perú. Fue el único indígena en ese foro, donde se proclamó representante del “imperio de los quechuas, al que la naturaleza me ligó con altas relaciones”.
Nacido en Lima en 1760, descendía en forma directa de la clase dominante del Tahuantinsuyo. Con nueve años se trasladó con su familia a España, donde Inca Yupanqui, gracias a ese encumbrado origen, pudo estudiar en el Real Seminario de Nobles de Madrid y hacer una carrera militar. Combatió a los ingleses en Gibraltar y La Habana y luego, como teniente coronel de un regimiento de dragones del ejército real, a los invasores franceses de la península ibérica.
Inauguradas las Cortes en la isla de León (Cádiz), el 24 de septiembre de 1810, fue uno de los criollos habilitados como diputados suplentes, en espera de la llegada de los elegidos en Hispanoamérica. En su vibrante discurso en las Cortes de Cádiz, el 16 de diciembre de ese año, Dionisio Yupanqui se consideró “inca, indio y americano”, afirmando que “… no he venido a ser uno de los individuos que componen este cuerpo moral de V. M…para lisonjearle; para consumar la ruina de la gloriosa y atribulada España, ni para sancionar la esclavitud de la virtuosa América. He venido, sí, a decir a V. M. con el respeto que debo y el decoro que profeso, verdades amarguísimas y terribles…Señor la justicia divina protege a los humildes, y me atrevo a asegurar a V. M.,… que no acertará en dar un paso seguro en la libertad de la patria, mientras no se ocupe con todo esmero y diligencia en llenar sus obligaciones con las Américas.”
En su aplaudida intervención lamentó el desconocimiento existente sobre la verdadera situación del continente americano y muy en especial de su población originaria, denunciando la explotación colonial y las injusticias que afectaban a sus habitantes, reclamando el cese del mal trato, la discriminación y la desigualdad y considerando a la ocupación napoleónica un castigo divino a España por los abusos cometidos. Al criticar a los propios congresistas y a los gobernantes españoles, solo preocupados por el saqueo de sus colonias, afirmó: “La mayor parte de sus diputados y de la Nación apenas tienen noticias de este dilatado continente. Los gobiernos anteriores le han considerado poco, y solo han procurado asegurar las remesas de este precioso metal, origen de tanta inhumanidad, del que no han sabido aprovecharse. Apenas queda tiempo ya para despertar del letargo, y para abandonar los errores y preocupaciones hijas del orgullo y vanidad. Sacuda V. M. apresuradamente las envejecidas y odiosas rutinas, y bien penetrado de que nuestras presentes calamidades son el resultado de tan larga época de delitos y prostituciones, no arroje de su seno la antorcha luminosa de la sabiduría ni se prive del ejercicio de las virtudes. Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre., V. M., toca con la mano esta terrible verdad.”
El 1 de febrero de 1811, en otro discurso más extenso, Dionisio Yupanqui abogó por la inclusión de la igualdad entre blancos e indígenas en el futuro texto constitucional. Sin duda, ambas intervenciones influyeron en los decretos de las Cortes aprobados en noviembre de 1812, que eliminaron la mita, el tributo y la servidumbre de los aborígenes. Pero su propuesta de protección a los pueblos originarios fue rechazada con el argumento de que para eso ya existían las Leyes de Indias.
Como preveía el descendiente de los incas, los intereses metropolitanos terminaron por prevalecer en el foro sobre el espíritu revolucionario. Tras largos y acalorados debates, los representantes en las Cortes –una veintena de diputados por América y un centenar por España- aprobaron, en marzo de 1812, la constitución liberal. La flamante carta magna no decía una palabra más sobre las demás reivindicaciones americanas, entre ellas la plena igualdad de derechos con los españoles, lo que dejaba al descubierto todas las limitaciones del liberalismo peninsular que lo llevarían al fracaso, implícitas en el histórico aforismo del Inca Yupanqui de que un pueblo que oprime a otro no puede ser libre.
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