Palabras de Sergio Guerra Vilaboy en un nuevo aniversario de la Universidad de La Habana
Hoy festejamos el 296 aniversario de la Universidad de La Habana, el más antiguo centro de educación superior de Cuba, del que han egresado muchas de las más destacadas personalidades de nuestra historia. En 1728 se creó en este lugar, fruto de las gestiones iniciadas el siglo anterior por los frailes del convento dominico de San Juan de Letrán, la llamada originalmente Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo, entonces con cinco facultades: Artes o Filosofía, Medicina, Derecho, Cánones y Teología
La rectoría de los dominicos sobre esta institución se fue debilitando desde el trienio liberal español, entre 1820 y 1823, cuando despuntaba una nueva nación y jóvenes criollos soñaban con la independencia de Cubanacán, como pusieron a su imaginaria república los conspiradores de los Soles y Rayos de Bolívar. Pero la larga regencia de la orden religiosa terminó en 1842 con la secularización, cuando las autoridades y claustro de la redenominada Real y Literaria Universidad de La Habana pasaron a ser nombrados por el capitán general, mientras la vieja Facultad de Filosofía se dividía en dos: Filosofía y Letras y la de Ciencias, introduciéndose en 1863 y 1881 modificaciones en sus planes de estudio.
Al estallar la Guerra de los Diez Años varios universitarios se incorporaron a la lucha armada contra el orden colonial, como hizo Ignacio Agramonte, cuyo nombre lleva la plaza central de nuestra Alma Mater; y en 1871 ocurrió el alevoso crimen cometido por las autoridades españolas contra ocho estudiantes de Medicina que fueron fusilados. También fue significativa la participación de universitarios en la guerra de independencia reiniciada por José Martí en 1895, frustrada por la intervención militar de Estados Unidos tres años después.
Durante la primera ocupación norteamericana (1899-1902) ocurrieron transformaciones significativas en la Universidad. En 1900 se implantó un plan de estudios preparado por el ilustre patriota Enrique José Varona, que modernizó la estructura con diferentes facultades y escuelas, encaminadas a impulsar la enseñanza técnica y profesional. Con el advenimiento de la república, la ahora llamada simplemente Universidad de La Habana o Nacional, única existente en Cuba hasta fines de los cuarenta, trasladó su campus a los terrenos y edificaciones de una colina desalojada por la Pirotecnia Militar. Allí se fueron levantando poco a poco bellas edificaciones, como el Aula Magna, inaugurada en 1911, la Rectoría, concluida diez años después, o la impresionante Escalinata, abierta en 1928, por la que descenderían airados los estudiantes envueltos en las luchas revolucionarias contra el desorden existente.
Uno de sus principales dirigentes fue Julio Antonio Mella, quien condujo a principios de los años veinte la campaña por una profunda Reforma Universitaria, jugando un papel decisivo en el surgimiento de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y en la organización del Primer Congreso Nacional de Estudiantes. Desde 1927 los alumnos de la Universidad de La Habana se enfrentaron valientemente a la dictadura de Gerardo Machado y tras su derrocamiento dieron vida al efímero Gobierno Revolucionario de 1933.
A fines de los cuarenta, en las luchas contra la corrupción de los gobiernos auténticos sobresalió el joven estudiante de Derecho Fidel Castro, máximo líder de la insurrección popular contra la tiranía batistiana desde el ataque al Moncada en 1953. A ella también se enfrentó José Antonio Echeverría, al frente de la FEU y del Directorio Revolucionario, quien organizó el asalto al Palacio Presidencial el 13 de marzo de 1957, día en que cayó en combate a un costado de la propia colina universitaria.
Una profunda transformación se llevó adelante en la Universidad de La Habana tras el triunfo de la Revolución. La Reforma de 1962 no solo abarcó la reorganización de las facultades universitarias, sino también originó cambios sustanciales en los planes de estudio, para vincularlos estrechamente a las transformaciones del país. Hasta la aparición del Ministerio de Educación Superior en 1976, la Universidad de La Habana estuvo vertebrada en cinco facultades (Tecnología, Medicina, Agropecuarias, Ciencias y Humanidades) y casi una treintena de escuelas, muchas de nueva creación, como la de Historia, mientras los departamentos docentes sustituían a las antiguas cátedras.
Fue a esa gigantesca Universidad a la que ingresé a fines de los años sesenta para estudiar Historia, una carrera hija legítima de la Revolución. Tenía su sede en el moderno edificio Juan Miguel Dihigo en Zapata y G, terminado en 1952, que compartía con la Escuela de Letras y Arte. Las oficinas administrativas de ambas instituciones estaban en un sólo salón franqueado por una pared de cristales y madera, aledaño a sus respectivas direcciones. Las aulas ubicadas en diferentes pisos, así como su espacioso anfiteatro de la planta baja, se utilizaban en las mañanas por la carrera de Historia y en las tardes por la de Letras, mientras el laboratorio de idiomas, el espléndido Museo de Arte, la cafetería y la biblioteca eran de uso común.
Esa convivencia permitió que compartiéramos habitualmente los estudiantes de ambas escuelas y que conociéramos en los pasillos, reuniones académicas, frecuentes trabajos agrícolas o actividades de la milicia universitaria –por ejemplo el entrenamiento militar en Aguacate a fines de 1968–, a eminentes profesores de Letras como Roberto Fernández Retamar, Mirta Aguirre o Camila Henríquez Ureña, incluyendo a la primera directora de esa Escuela: Vicentina Antuña. Además, varios distinguidos miembros de su claustro daban clases en nuestra carrera, como Elena Calduch, Carlos Martí, Beatriz Maggi, Adelaida de Juan o Rosario Novoa.
La Escuela de Historia tuvo como director fundador a Sergio Aguirre, considerado por Carlos Rafael Rodríguez como el primer historiador marxista de Cuba, quien se encargó de dar esa orientación a la nueva especialidad con un cuerpo docente de lujo, formado por consagrados intelectuales, entre ellos Alejo Carpentier, Fernando Portuondo, Estrella Rey y José Luciano Franco, que sólo impartieron clases en los momentos iniciales de la carrera, junto a Carlos Funtanellas, Pelegrín Torras, Hortensia Pichardo, Juan Pérez de la Riva y el guatemalteco Manuel Galich, por solo mencionar los más representativos. También eran docentes jóvenes recién egresados, Daysi Rivero, María del Carmen Barcia -ambas fueron directoras de la Escuela de Historia-, Aurea Matilde Fernández y Enrique Sosa.
El profesor uruguayo Sergio Benvenuto, que había estudiado en París, diseñó el plan experimental de estudios puesto en práctica con mi grupo, al que llamamos “consolidado”, pues se daba de manera horizontal toda una época en la novedosa asignatura denominada Historia de las formaciones precapitalistas. El objetivo era analizar en forma global las diferentes etapas históricas, para relacionar los procesos generales con los particulares de cada región y visualizar mejor las tendencias universales, aunque en detrimento del conocimiento vertical, es decir las nacionales, incluyendo la de Cuba, que quedaban desdibujadas.
Ya la Escuela había innovado en varias materias, como Historia de la Cultura, que reunía arte, literatura y filosofía, así como en otra dedicada al Colonialismo y Subdesarrollo en Asia, África y América Latina, áreas geográficas que con el tiempo adquirían su propio perfil disciplinario -en el caso del llamado continente negro bajo la conducción de Armando Entralgo-, mientras se ofrecían por primera vez cursos de Economía Política y de Materialismo Dialéctico e Histórico. Mucha importancia se dio a la Estadística, la Demografía y la Metodología, enfiladas a las investigaciones históricas, algunas realizadas en distantes zonas del interior del país, en la que sentaron cátedra profesores recién graduados como Alejandro García y Oscar Zanetti.
Mis años de estudiante universitario se corresponden también con un periodo de la Revolución caracterizado por la búsqueda de su propio camino al socialismo, con el auge de la lucha armada en América Latina y el coyuntural distanciamiento de Cuba de la política de la Unión Soviética y los países socialistas. En ese ambiente, tuvo mucha repercusión en la Universidad de La Habana el debate internacional en las ciencias sociales.
Por añadidura, Fidel Castro proclamaba en esos años que el conocimiento científico y la cultura era un derecho universal y que su divulgación no debía estar sujeta a ninguna limitación, pues iba en detrimento de la educación y el desarrollo. Partía de la necesidad de introducir en las ciencias técnicas y exactas, así como en las sociales, lo más avanzado de la producción académica internacional. Cuba, país subdesarrollado, bloqueado y asediado por Estados Unidos, se arrogaba el derecho a editar lo mejor de la producción científica universal para la formación de las nuevas generaciones, a la vez que ofrecía sus modestos aportes sin reclamar pago alguno.
Gracias a esa política, se editaron en forma masiva para los estudiantes universitarios de todas las carreras los libros más recientes de cada especialidad. Esas obras se copiaban de las originales, en idéntico formato y calidad, con el sello editorial distintivo de Ediciones R, es decir, Edición Revolucionaria, indicativo de nuestro derecho a publicarlos. Recuerdo que en cada semestre me entregaban gratuitamente unos veinte o treinta libros en lujosas ediciones, en pasta dura, buen papel e incluso sobre cubierta cromada, con lo más avanzado entonces de la historiografía universal.
Esa posibilidad se complementaba con la variedad de obras disponibles en las diferentes bibliotecas de La Habana, actualizadas con la más reciente producción nacional e internacional. La propia biblioteca del Edificio Dihigo, que dirigía una emigrada francesa escapada de los nazis, Sara Fidelsait, disponía de un valioso acervo y todas las semanas se exhibían en una vitrina las nuevas adquisiciones que podíamos llevarnos en préstamo.
Muy importante en nuestra formación fue el magisterio ejemplar del claustro, que ilustro con dos de ellos. Uno fue mi profesor de demografía Juan Pérez de la Riva, quien acuñó la frase de investigar la historia de la gente sin historia, del que fui alumno ayudante junto con Alberto Prieto. Procedía de una acaudalada familia burguesa cuyo lujoso palacete, construido en 1907 al estilo renacimiento italiano, fuera vendido por su madre a la cancillería cubana y es hoy la sede del Museo de la Música.
Nacido casualmente en Francia en 1913, donde su opulenta familia pasaba largas temporadas, con apenas 17 años ingresó en la Liga Juvenil Comunista, participó en actividades del Socorro Rojo –junto a obreros y vendedores ambulantes judíos que le hicieron conocer según contó “la pobreza, la generosidad y la abnegación por un ideal”- y trabó amistad con importantes figuras como Juan Marinello –que lo inició en el marxismo y que fuera en 1962 Rector de la Universidad de La Habana- y el poeta Federico García Lorca. Opuesto a la dictadura de Machado, junto a Raúl Roa y Pablo de la Torriente, fue detenido en 1932 y expulsado del país como “extranjero indeseable”.
En Paris estudió ingeniería eléctrica y ciencias sociales, teniendo entre sus profesores a los destacados historiadores Marc Bloch, Jacques Pirenne y al demógrafo Alfred Sauvy. En 1943 retornó a Cuba y se hizo cargo del inmenso latifundio familiar que al principio de la Revolución decidió entregar por completo a la reforma agraria, pasando a trabajar en la Biblioteca Nacional y de profesor en la Universidad de La Habana en las escuelas de Geografía e Historia. Según contó en su autobiografía, en 1969: “Pude regresar a la hacienda familiar con mis alumnos a investigar lo que había hecho la Revolución por campesinos, que yo creía haber tratado bien. Conversé con los viejos amigos, pero ahora en un plano distinto, y estrenamos todos palabras nuevas. Volví a ver la casa que yo había hecho construir pensando en mi mundo quimérico y convertida en círculo social, me gustó mucho más.” No en balde le gustaba presentarse como: “Geógrafo e Historiador. Cubano y revolucionario”. Murió en La Habana en 1976.
El otro paradigma fue Manuel Galich, uno de los protagonistas de la Revolución Guatemalteca de 1944 a 1954. En Cuba se convirtió en figura central de la Casa de las Américas y fue también el primer profesor de Historia de América en la recién fundada Escuela de Historia de la Universidad de La Habana, materia que impartió por más de dos décadas, ofreciendo en sus cursos y conferencias una visión renovada del devenir continental, salpicado con sus extraordinarias anécdotas.
Recién graduado, tuve la suerte de compartir con él en seminarios que dirigía para los nóveles docentes de Historia de América, que integramos desde 1974, bajo su impronta intelectual, el departamento homónimo en la Universidad de La Habana, puesto a mi cargo desde esa fecha. En reconocimiento a este hombre excepcional, poco antes de fallecer en 1984, se le concedió el título de Profesor Emérito, que Galich aceptó en formidable discurso improvisado en el Aula Magna.
A partir de 1976 se produjeron profundos cambios en la estructura de la Universidad, de la que se desgajaron nuevos centros de educación superior, a la vez que las antiguas escuelas se convertían en facultades, aunque la de Sociología desapareció, incluso la carrera cerró por varios años, mientras Historia se convirtió en un apéndice de Filosofía. A pesar de perder desde entonces su propia identidad institucional, la carrera de Historia, descoyuntada en tres departamentos, reubicados en la antigua residencia del sabio Fernando Ortiz en L y 27, continuó su desarrollo profesional ascendente con especializaciones, posgrados, maestrías y doctorados, a la vez que se abrían cursos para trabajadores y por encuentros.
Entre los primeros estudiantes de aquellas clases nocturnas de los años setenta, repletas de estudiantes de las más disímiles procedencias y edades, estaban dos historiadores no titulados, todavía poco conocidos: Eusebio Leal, quien ya dirigía el Museo de la Ciudad de La Habana, y Francisco Pérez Guzmán, vestido con su uniforme de oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Una anécdota ilustra el clima existente entonces en la Universidad. En otra aula, en la que se sentaba en primera fila el Comandante Efigenio Amejeiras, un distraído profesor de Economía Política al preguntarle su nombre, para ponerle una nota en un seminario, exclamó sorprendido que tenía el honor de tener en su clase a un héroe de la Revolución.
Es larga la lista de los alumnos que se han graduado en esta carrera desde 1962 en sus diferentes modalidades, o que han realizado estudios de posgrado, maestrías y doctorados, así como los resultados académicos y científicos obtenidos por las diferentes generaciones de egresados y sus valiosas contribuciones al rescate y conocimiento de nuestra historia. Entre los logros más sobresalientes de los estudios históricos en Cuba, que los distingue de otras especialidades similares del continente, no solo está su basamento teórico marxista y su propósito de contribuir a la formación de valores patrióticos y revolucionarios en las nuevas generaciones, sino también el acento puesto en una historia verdaderamente universal, no eurocéntrica, que otorga el peso que le corresponde al Asia, África, América Latina y el Caribe, así como a la historia económico-social.
Desde esa perspectiva fue elaborada por un equipo de nuestros más calificados docentes, encabezados por el profesor Constantino Torres, la Nueva Historia Universal (2020), en cinco tomos, con ilustraciones, recuadros y mapas, editada por la Casa de Altos Estudios Fernando Ortiz que dirige el doctor Eduardo Torres Cuevas, otro de los destacados miembros de nuestro claustro. El área de Historia puede también exhibir con satisfacción una extensa obra historiográfica en los más diversos campos y su experimentado cuerpo académico goza de gran reconocimiento nacional e internacional y tiene activa presencia en la vida científica y cultural de la nación
No quiero terminar mis palabras, en este nuevo aniversario de la ya casi tricentenaria Universidad de La Habana, sin dejar de mencionar a uno de los mejores exponentes de nuestro claustro, que perdimos hace sólo unas semanas. Me refiero al prestigioso profesor y abogado Ángel Pérez Herrero, quien también fuera el Historiador de la Universidad de La Habana, centro al que ingresó siendo todavía joven, primero en el Departamento de Extensión Universitaria y después, junto a su íntimo amigo Julio Fernández Bulté, en el vicedecanato de cursos para trabajadores en la entonces Facultad de Humanidades.
Muy conocido popularmente por su erudita contribución al programa de televisión Escriba y Lea, Pérez Herrero se ganó la admiración y el respeto de colegas y alumnos. Sus clases magistrales en la carrera de Historia, sobre Arte y Literatura, cimentadas en su amplia cultura y excepcional carisma, que siempre impartía de traje y corbata, consciente de que en este sentido era el último de los mohicanos, impactaron a sucesivas promociones de estudiantes desde el momento que subían la escalinata y escuchaban su ya tradicional discurso de bienvenida en la inauguración del nuevo curso académico.
La huella singular dejada entre todos nosotros por Angelito, como le decíamos cariñosamente, explica que uno de sus antiguos alumnos, Iván de la Nuez, al conocer la noticia de su fallecimiento, me hiciera llegar este sentido mensaje con el que quiero cerrar mí intervención esta mañana: “Educó -en el verdadero sentido de la palabra- a varias generaciones, a las que ofreció las piezas para que armaran el rompecabezas de la cultura como quisieran o pudieran. No olvidó jamás los dos apellidos de ninguno de sus alumnos, y así se dirigió a ellos desde el primer día. Nosotros tampoco te olvidaremos a ti, doctor, Gracias por todo”.
5 de enero de 2024
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